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Las naciones no mejoran variando su forma de Gobierno, sino cambiando el modo de ser de sus ciudadanos. Apréndalo y téngalo presente quien lo ignore en España.

"La ineficacia gravita sobre todos nosotros como una fatalidad"

 

“Después de nueve meses de guerra no hemos conseguido todavía que las industrias correspondientes adapten las ametralladoras y los comandos al clima de gran altura. Y no se trata de que choquemos con la incuria de los hombres; los hombres, en su mayor parte, son honestos y concienzudos. Su inercia, casi siempre, es una consecuencia y no una causa, de su ineficacia.

 

 


 Es mayo de 1940. 

Guerra en Europa; ofensiva de Alemania contra Francia y el Reino Unido. Desde que comenzó el invierno precedente, el aviador y escritor Antoine De Saint-Exupéry es un Piloto De Guerra en el Grupo 2/33 de reconocimiento a gran altura, con aviones de manufactura francesa BLOCH 174.

 La campaña no va bien. Hay un sentimiento de derrota. 

Hay carencias y deficiencias. Los hombres no reciben sus instrucciones ni la respuesta a sus peticiones con un hispánico “Supla usted con su celo”; pero tampoco reciben ni se resuelve lo que necesitan por una ineficacia que es síntoma de la descomposición de la sociedad francesa descrita por Manuel Chaves Nogales en LA AGONÍA DE FRANCIA.




 Faltaban hombres en Francia con la capacidad de decisión y voluntad de vencer que tuvo el general y luego presidente de EEUU Dwight Eisenhower para identificar los asuntos más importantes y los más apremiantes; tal como explicó garabateando una matriz en un papel durante una entrevista con la revista LIFE.

 Faltaban líderes en Francia con la capacidad de valorar a las personas que tuvo el general alemán von Hammerstein-Equord.



 
 No faltaban en aquel entonces hombres en Francia honestos y concienzudos; pero su inercia, casi siempre, era una consecuencia y no una causa, de su ineficacia.


Leamos algo de lo que en aquel entonces escribió Antoine De Saint-Exupéry tras volar sobre Arrás;  reflexionemos sobre ello:




V

 (…) —¿Sabe cuántos instrumentos tiene que controlar hoy un piloto?

—¡Cómo quiere que lo sepa!

—No importa. Diga una cifra.

—¿Qué cifra quiere que le diga?

Porque mi granjero no tiene ningún tacto.

—Diga cualquier cifra.

—Siete.

—Ciento tres. 

(…) —Bueno. También hoy los comandos se congelan, el volante está duro; en cuanto al balancín, está enteramente inmovilizado.

—Es divertido. ¿Qué altitud?

—Nueve mil siete.

—¿Qué frío?

—Cuarenta y ocho grados [bajo cero]. Y usted, ¿va bien el oxígeno? (…)

X

(…) Aquí también todo está congelado. Mis comandos están congelados. Mis ametralladoras están congeladas. (…)

XI

—Durante el invierno de 1939, que fue muy duro, mi grupo acampó en Orconte, pueblo de los alrededores de Saint-Dizier. Allí vivía yo en una granja de paredes de adobe. Por la noche la temperatura descendía lo suficiente como para transformar en hielo el agua de mi rústica palangana, y, evidentemente, el primer acto que cumplía antes de vestirme era encender el fuego. (…)  

(…) Pero ya no hay fuego que me haga creer en la ternura, ya no hay habitación helada que me haga creer en la aventura. Me despierto del sueño. Sólo hay un vacío absoluto, sólo hay una extrema vejez, sólo hay una voz —la de Dutertre— que obstinada en su deseo quimérico me dice:

—Un poco de pedal a la izquierda, mi capitán. (…)

XII

 Hago correctamente mi oficio, lo cual no impide que pertenezca a una tripulación en derrota. Me sumerjo en la derrota. La derrota rezuma de todas partes, y hasta en mi misma mano llevo un signo de ella.

Las llaves del gas están congeladas. Estoy condenado al máximo de revoluciones, y de aquí que dos trozos de chatarra me plantean problemas inextricables.

En el avión que piloteo el aumento del paso de las hélices tiene un límite demasiado bajo. Si pico a pleno régimen no puedo pretender evitar una velocidad cercana a los ochocientos kilómetros por hora y el exceso de aceleración de los motores. Ahora bien, este exceso implica riesgos de ruptura.

En rigor, podría cerrar los contactos, pero así provocaría una falla definitiva, falla que tendría como consecuencia el fracaso de la misión y la eventual pérdida del avión. No todos los terrenos son apropiados para el aterrizaje de un aparato que toma contacto con la tierra a ciento ochenta kilómetros por hora.

 Por lo tanto, es esencial que libere las llaves. Después de un primer esfuerzo lo consigo con la izquierda, pero la derecha sigue resistiendo.

Ahora podría descender a una velocidad de vuelo aceptable, siempre que redujera por lo menos el régimen del motor sobre el cual ya puedo actuar, el izquierdo. Pero si reduzco el régimen del motor izquierdo, tendré que compensar la tracción lateral del motor derecho, la cual tenderá, evidentemente, a hacer girar el avión hacia la izquierda. Tendré que resistir esta rotación. Ahora bien, el balancín del que depende esta maniobra, está también completamente congelado. Por lo tanto, me es imposible compensar nada. Si reduzco el régimen del motor de la izquierda, entro en tirabuzón.

No tendré otro recurso, pues; que correr el riesgo de sobrepasar, durante mi descanso, el régimen teórico de ruptura. Tres mil quinientas revoluciones, peligro de ruptura.

Todo esto es absurdo, nada funciona bien. Nuestro mundo está compuesto de engranajes que no se ajustan unos a otros. No es cuestión de materiales, sino del relojero. Falta el relojero.

Después de nueve meses de guerra no hemos conseguido todavía que las industrias correspondientes adapten las ametralladoras y los comandos al clima de gran altura. Y no se trata de que choquemos con la incuria de los hombres; los hombres, en su mayor parte, son honestos y concienzudos. Su inercia, casi siempre, es una consecuencia y no una causa, de su ineficacia.

La ineficacia gravita sobre todos nosotros como una fatalidad, gravita sobre los soldados de infantería que enfrentan los tanques con bayonetas, gravita sobre las tripulaciones que luchan una contra diez, gravita inclusive sobre los que deberían tener por misión modificar las ametralladoras y los comandos.

Vivimos en el vientre ciego de una administración. Una administración es una máquina. Cuanto más se perfecciona una administración, tanto más elimina la arbitrariedad humana. En una administración perfecta, en la que el hombre desempeña el papel de engranaje, la pereza, la deshonestidad y la injusticia no tendrían ocasión de producir estragos.

Del mismo modo que la máquina, hecha para administrar una sucesión de movimientos previstos de una vez para siempre, la administración es incapaz de crear nada. Administra. Aplica tal sanción a tal falta, tal solución a tal problema. Una administración no está concebida para resolver problemas nuevos. Si se introducen trozos de madera en una máquina, no saldrán muebles. Para que la máquina se adaptara sería necesario que un hombre dispusiera del derecho de transformarla. Pero en una administración, concebida para salvar los inconvenientes de la arbitrariedad humana, los engranajes rechazan la intervención del hombre. Rechazan al relojero.

 Formo parte del Grupo 2/33 a partir de noviembre. Desde mi llegada mis camaradas me advirtieron:

—Te pasearás por Alemania sin ametralladoras ni comandos.

Y luego, para consolarme:

—Tranquilízate. No pierdes nada. Los cazas te abaten siempre antes de que los descubras.

Seis meses más tarde, estamos en mayo, ametralladoras y comandos siguen congelándose.


Pienso en una fórmula tan vieja como mi patria: “A Francia, cuando todo parece perdido, un milagro la salva”. Ahora comprendo por qué. A veces ocurre que un desastre desbarata la hermosa máquina administrativa y ésta, irreparablemente averiada, es sustituida, a falta de algo mejor, por simples hombres. Y los hombres lo salvan todo.

Cuando una bomba haya reducido a cenizas el Ministerio del Aire, se convocará con urgencia a un cabo cualquiera y se le dirá:

—Queda usted encargado de descongelar todos los comandos, dispone usted de todos los derechos. Arrégleselas. Pero si dentro de quince días continúan congelándose, irá preso

Entonces, tal vez los comandos se descongelen.

Conozco cien ejemplos de esta tara. Las comisiones de requisa de un departamento del Norte, por ejemplo, requisaron terneras preñadas, con lo que convirtieron los mataderos en cementerios de fetos. Ningún engranaje de la máquina, ningún coronel del servicio de requisa, tenía condiciones para actuar de otro modo que no fuera el de un engranaje. Todos ellos obedecían a otro engranaje, como en un reloj. Toda rebeldía era inútil. Por eso esta máquina, una vez que comenzó a descomponerse, se dedicó alegremente a abatir terneras preñadas. Quizá fuera éste un mal menor, pues hubiera podido, de descomponerse más gravemente, comenzar a abatir coroneles.

Me siento desalentado hasta la médula por este deterioro universal. Pero como me parece inútil hacer saltar en seguida uno de los motores, ejerzo una nueva presión sobre la llave derecha. Disgustado, exagero el esfuerzo. Luego abandono la tarea, pero eso me ha costado ya una nueva punzada en el corazón. Decididamente, el hombre no está hecho para practicar gimnasia a diez mil metros de altura. Esta punzada es un dolor en sordina, una suerte de conciencia local extrañamente despierta en la noche de los órganos. (…)

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Una solución sugerida por Saint-Exupéry para recuperar la eficacia es un anticipo del “Cabo Estratégico” del siglo XXI. Un cabo estratégico (‘The Strategic Corporal’) es un soldado que posee un dominio técnico en la destreza de las armas, al tiempo que es consciente de que su juicio, su toma de decisiones y sus acciones pueden tener consecuencias estratégicas y políticas que pueden afectar al resultado de una misión determinada y la reputación de su país.

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