EVOCACIONES Y RECUERDOS
Prólogo al libro
DIARIO DE UNA BANDERA, del Comandante Francisco Franco; en la reedición de 1956.
Por D. MANUEL
AZNAR ZUBIGARAY, Embajador de España y periodista.
***
ESTE libro --DIARIO DE UNA BANDERA--, publicado
en su primera edición el año 1922, no responde a ningún esquema literario. Su
autor, el Comandante de Infantería don Francisco Franco Bahamonde, declara sin
rodeos que se ha limitado a recoger «el conciso y verídico relato del historial
de una BANDERA»; y añade: «a la que el destino
brindó el honor de derramar repetidamente su sangre por España». En estas palabras, que tampoco obedecen a estímulos literarios, reside el
secreto de las páginas que el Comandante Franco escribió hace treinta y cuatro
años. Se trata, en efecto, de un breve historial que, sin afectación mi
aspavientos, encierra dentro de sí toda una interpretación del honor español.
Pero no sólo del honor, sino de su eficaz aplicación al servicio de España.
Importa sobremanera la honra, pero bien está que nos esforcemos en acompañarla con
los laureles del triunfo.
A las dos soluciones decisivas que se planteó
Méndez Núñez -- barcos sin honra v honra
sin barcos--, vale la pena de
añadir una tercera que consiste en guardar ó
conquistar honra y barcos a un mismo tiempo.
Un corresponsal -- Tomás Borrás-- escribía
desde Marruecos, el año 1921: «España tiene hambre de
acierto.» La oficialidad que en el Ejército de
África se iba creando representaba precisamente eso: un fervoroso propósito de
unir inseparablemente los ideales del honor con las fecundas retribuciones del
acierto. Clamaban por la obra bien hecha que asegura la victoria.
Entre aquella juvenil y brillantísima
generación de jefes y oficiales comenzaba a elevarse la personalidad del
Comandante Franco, que había sido teniente y capitán en las tropas indígenas, y
después fue comandante de la Primera Bandera de la Legión.
En el DIARIO DE UNA BANDERA la narración es
muy escueta. Tanto, que a veces parece fría. Por ejemplo: durante el primer
Combate de Taxuda ( 10 de octubre de 1921) cae muerto el ayudante de Franco. El
DIARIO registrará el hecho del modo siguiente: «En estos momentos cae con
la cabeza atravesada mi fiel ayudante. El plomo enemigo le ha herido
mortalmente. Desde la guerrilla, dos soldados conducen su cuerpo inanimado. Con
dolor veo separarse de mi lado para siempre al fiel y querido Barón de Misena.» Y ésta es una de las contadas ocasiones en que al autor se extravasa y
desborda un poco la pluma, porque, de ordinario, sus comentarios a la muerte circunvagante
son mucho más lacónicos. Véase: «el capitán Cobas, de la Legión, cae
herido muy grave.» «No es nada --nos dice --. Un balazo en el
vientre. ¡Pobre as de las ametralladoras! La herida le había de causar la
muerte.» O bien: «De las peñas bajan a
un oficial muerto; es el teniente Rodrigo, de la quinta Compañía-- El enemigo
está muy cerca.»
En Otra página leemos: «El teniente Urzáiz,
herido en el vientre, pasa cantando en una camilla.» «El capitán Franco (se trata del actual Teniente General Franco
Salgado), de la primera Compañía, es herido también en el avance.»
El Comandante Franco era así: resuelto y
ardoroso, pero a la vez reflexivo, guarnecido de las mejores cautelas y poco
dado a la efusión.
Alguna vez, sin embargo, la emoción puede más
que su voluntad. Se le encrespa la sensibilidad dentro del ánimo y a punto está
de acabar en lágrimas. ¡Pero ya no había lágrimas! Fue cuando murió Fontanes,
el bravísimo Fontanes, comandante de la Segunda Bandera.
«La noche es triste en Ámbar -- dicen las notas de esta jornada--. El comandante Fontanes
está herido muy grave. Todos saben lo que significa una herida de vientre con
el hospital tan lejos. El doctor Pagés es toda la preocupación del herido. Él
podría salvarle. En la Legión se siente admiración por este notable cirujano
que ha librado a tantos legionarios de una segura muerte. Por eso piensa en
Pagés el bravo comandante de la Segunda Bandera.»
«En la madrugada del 20 muere en la
posición el heroico comandante. La Legión está de luto. Ha perdido uno de sus
mejores jefes. Los soldados están tristes. Sus ojos no lloran porque en sus cuencas
ya no quedan lágrimas. ¡Han visto caer a tantos oficiales y camaradas!»
La muerte de Fontanes había de conmover
forzosa y muy especialmente al comandante de la primera Bandera. ¿ Por qué, si
a diario iban cayendo otros muchos, sin que Franco perdiera ni una brizna de la
impavidez y del exterior sosiego que ya le iban haciendo famoso?… Sí; bien; pero
Fontanes no era un muerto más, no era un héroe más, cuyos gloriosos despojos
cubriría la greda marroquí, sino uno de los elegidos, es decir, uno de los que
habían entendido cabal y profundamente el sentido histórico de todo aquello que
estaba aconteciendo al otro lado del Estrecho de Gibraltar. Como lo entendía --
lo recuerdo a título de admirable ejemplo-- otro gran soldado que se llamó José
Valdés, el de Malalíen, el que cayó en la retirada de Xauen. También para Valdés
hubiera tenido el Comandante Franco duelos irreprimibles.
Pero tras las brevísimas ráfagas de emoción,
de humor o de apretada ira que, por excepción, interrumpen los relatos del DIARIO,
vuelve éste a su sequedad militar. En una de las páginas escribe el autor:
«En la guerra hay que
sacrificar el corazón.»
¡Sacrificar el corazón! En tal ejercicio,
casi ascético, se forjará el temple de Franco. Al corazón le ordenará
«silencio» durante los largos días v las interminables noches de Uad Lau, en
lucha permanente con el tedio y con la melancolía, que son los peores enemigos
del soldado. «Silencio» le
impondrá, igualmente, ante los espectros de los españoles cruelmente
martirizados en Nador, en Zeluán y en Monte Arruit... «Silencio»... le mandará cuando llega, con su Bandera,
al poblado de Abbada, y ve allí, «junto a una pared, los restos de unos
cadáveres, y, sobre ellos, en el blanqueado muro, los impactos de los disparos
salpicados de sangre». El joven comandante anota en su DIARIO:
«Una ola de indignación pasa
por nosotros. ¡Que hagan alto los legionarios y no entren en el poblado! ¡No
vean tanta infamia y estropeen la política! »
Dura disciplina la del sacrificio del
corazón, pero el Comandante Franco gana esa batalla sobre sí mismo.
Desfilan en los diarios apuntes los combates
de las cercanías de Melilla, los de Sebt, Atlaten, Taxuda, Ras--Medua, Tuguntz,
Tikermin, Dríus y otros más; toda aquella campaña inolvidable. El comandante de
la Primera Bandera apenas habla de sí mismo. No redacta el DIARIO para alabarse
diciendo maravillas de su mando, sino para mostrar con inmarcesible ejemplo,
como han de ser las fuerzas espirituales que salvarán a España.
Un día -- aún me parece estarlo viendo--
sucedió que «el coeficiente moral» de algunas tropas peninsulares «fue sobrepasado»...
El lector y yo haremos un pequeño alto en
esta frase.
Recuerdo que, durante la primera guerra
mundial, el Alto Mando alemán, obligado a declarar una importante retirada de
sus Ejércitos (más de cien kilómetros de profundidad sobre un frente de
cuatrocientos), compuso esta evasiva literaria para el comunicado oficial:
«Nuestras tropas han llevado
a cabo un movimiento elástico hacia la retaguardia.»
El subterfugio no carecía de elegancia; y, en
fin de cuentas, todo el mundo entendió lo que Ludendorff quería decir.
La fórmula de caballeroso disimulo que emplea
nuestro comandante legionario para darnos a entender algunas cosas que
ocurrieron en Taxuda es más delicada y más sutil.
El 10 de octubre de 1921, «glorioso en la
historia de la Legión», salieron de Melilla varias columnas para ocupar las
crestas del monte Gurugú. Pero antes, «la columna Sanjurjo, saliendo de Segangan,
debía cortar al enemigo el paso de Taxuda».
«En la oscuridad de la
noche, y en el mavor silencio, se concentra la columna en las huertas de Segangan,
y media hora más tarde la vanguardia se reunía delante del blocao de Atlaten.»
«Lo estrecho del camino y la
oscuridad de la noche retrasan un poco la llegada de las baterías. Ya el sol
lucía cuando, establecidas éstas, el Coronel Castro nos ordena el avance. El
general Sanjurjo, con su típico pijama a rayas, presencia a caballo el desfile
de las fuerzas.»
«La Legión avanza en doble
columna. Las Banderas marchan inmediatas. Sus vanguardias han desplegado, y muy
alto se siente el maullido de las primeras balas.»
Se entabla el combate que, en el transcurso
de la mañana, irá endureciéndose. Hay «numeroso enemigo en el
frente y en el flanco izquierdo, al que no puede batir nuestra artillería
porque se oculta tras las esponjas rocosas».
«Los jarqueños hostilizan
como nunca. Se suceden las bajas. Tenemos delante al grueso de la jarka, y el
terreno no es de los más apropiados para el combate.»
En medio de aquella sangrienta lucha se
recibe la noticia de que el Gurugú ha sido ocupado. El Alto Comisario aprueba
que no se avance más «y se mantengan las
posiciones ocupadas» hasta que el monte quede bien defendido. Pero
las bajas se multiplican.
«Al pie del cortado de la
izquierda, y a cubierto de los fuegos enen1igos, un Capellán auxilia a los
heridos. A su lado se detienen breves 1nomentos las camillas, y se agrupan los
guerreros ensangrentados que reciben la absolución, mientras los camilleros
legionarios, rígidos y descubiertos, contemplan el emocionante cuadro.»
De pronto, la jarka hostil inicia un
movimiento envolvente sobre el flanco izquierdo. Aprovechando unas barrancadas
que permiten a las guerrillas de tiradores moros filtrarse sin ser vistas,
tratan de provocar una grave sorpresa. Confían en desconcertar a unas tropas
que llevan muchas horas de asperísimo combate. Si se logra producir una flexión
brusca del ala izquierda, se correrán los atacantes hacia la retaguardia
española, y acaso lleguen a forzar el desplome completo de nuestra línea. Esto
podría engendrar consecuencias desastrosas para toda la columna mandada por
Sanjurjo. Es jefe de la vanguardia el coronel Castro Girona. En esa vanguardia
está, como cifra de las mejores esperanzas, el Comandante Franco Bahamonde.
« Unos jarqueños -- dice el DIARIO- que se han corrido
por la izquierda disparan varios tiros desde retaguardia. Dos soldados son
heridos en los sostenes. Esto produce cierta confusión entre las reservas. Al
mismo tiempo, el enemigo, concentrado en las barrancadas del frente, efectúa
una enérgica reacción sobre nuestras posiciones. Las compañías de la izquierda
ven aparecer, de pronto, a pocos metros, las cabezas enemigas. Con gran arrojo
nos atacan por todos lados. El coeficiente moral de las
tropas peninsulares es sobrepasado, y el frente de la izquierda vacila en
algunos puntos.»
La pluma del comandante añade:
«Los momentos son de gran
emoción. En los puntos amenazados volcamos nuestros hombres y nuestro espíritu:
Los sostenes de las unidades de legionarios acuden al lugar en peligro y
acometen al enemigo. Los acemileros de nuestras compañías, de ametralladoras y
del tren de combate, abandonando sus mulos, se suman a la reacción, y el ataque
es rechazado en todo el frente.»
Así durante todo el día, hasta que pasadas
las horas del anochecer regresa la Bandera al campamento. «Nuestras bajas --es decir, las legionarias-- han sido veinticinco
muertos y noventa y un heridos.»
Por aquellos inolvidables andurriales de
Taxuda y de Atlaten anduvo durante el combate uno de los corresponsales que yo había
designado para que acompañaran al Ejército e informaran al país.
Hallábase éste sistemáticamente sometido a
las destructoras campañas en que se agitaban incansablemente la cobardía y la
traición. Aquel corresponsal escribió sobre la lucha de Taxuda:
«El peligro era de una
intensidad tal, que no se me alcanza el modo de expresarlo. Sanjurjo y Castro
Girona, que comprendieron lo que ocurría, seguidos de todos los oficiales del
Cuartel General, se echaron al encuentro de nuestros soldados, y en unos
segundos de energía conseguían hacer reaccionar a nuestras fuerzas.
«¡A la bayoneta!
¡Arriba mis valientes! ¡Viva España! El Comandante Franco enronquecía a la cabeza
de sus bravos. La lucha fue cuerpo a cuerpo. La cresta, ocupada por el enemigo,
era tomada otra vez, y de pie en ella Franco y sus tropas se coronaban de
gloria.»
Aquella noche recibí del aludido corresponsal
una nota personal en que me explicaba:
«Lo de Franco en Taxuda ha
sido maravilloso. Él ha salvado la situación. Cuando pasó el peligro sonreía
nuevamente entre sus legionarios; pero con una sonrisa que casi me daba miedo, porque
expresaba una serenidad imperturbable, pero, al propio tiempo, una cólera fría.
Era una mezcla de tranquila seguridad en sí mismo y de la más violenta voluntad
de vencer. No sé si acierto a explicarme bien.»
Tomás Borrás
comentaba por su parte: «Castro Girona y
Franco son los dos grandes capitanes del momento.»
HACE POCOS meses volví a peregrinar por tierras
de Marruecos.
Interesante y conmovedora experiencia la de
contemplar de nuevo, con ojos un poco cansados ya pero acaso más finos, los
paisajes en que se apasionó nuestra juventud. La belleza y la ternura de
entonces, la secreta llamada que escuchábamos, ¿fueron alegres inventos de
nuestra propia vitalidad y ahora hallaremos trocado el gozo en pesadumbre, el
júbilo en melancolía? Todo aquello que veíamos, ¿fue objetivamente cierto o estaba
tejido con imaginaciones y con ensueños de nuestra radiante mocedad?
Al cabo de los años --repito-- volví a mis
peregrinaciones y leo de nuevo este DIARIO.
Allí -- me han ido diciendo mis recuerdos--,
en la inmediata umbría, en la hondonada de este valle, sobre las piedras de la
verde loma, en las revueltas del camino frontero que se pierde entre matojos y
carrascos, se encendieron luces de gloria para una de las mejores generaciones
de capitanes que ha conocido España. ¡Quizá la mejor!
Y yo me preguntaba: «¿Cómo fue aquéllo?
¿Cómo pudo ser?»
Estoy reviviendo, al través del recuerdo,
años de pasión marroquí.
¡Qué luchar el de nuestro Ejército! ¡Y qué
padecer! .
Desde Madrid, y desde todas las ciudades
españolas, llegaban hasta los blocaos de vanguardia y hasta los campamentos de
la retaguardia unas voces que decían: «¿No será
excesivo, y aún pueril o inútil, vuestro sacrificio? ¿Acaso no existen fórmulas
de arreglo y de compromiso que os evitarían más sufrimientos y os ahorrarían
mayores duelos? ¿ Por qué no habéis de ensayar suavidades y licitas
componendas? La guerra es dura, cruel. No sabemos cuándo terminará, ni si
España verá el fin de los combates. Vosotros habéis cumplido con vuestro deber.
¡Cautela, cautela, muchachos! No os exaltéis. ¿Patriotismo? Sí, pero con medida
y cálculo. Sed, ante todo, prudentes. »
Así hablaban los acomodaticios.
Los energúmenos clamoreaban, también desde
todas las ciudades de España:
«Sois
carne de cañón. Los negociantes de la guerra os mandan al pudridero de
Marruecos. Vuestra carroña, inútilmente heroica, servirá para defender las
minas de los millonarios. Moriréis para enriquecer a los codiciosos, y por
añadidura concitaréis sobre vosotros y sobre España entera el odio de un pueblo
bravío que los propios beneficiarios de vuestro sacrificio están armando clandestinamente
para que así dure y perdure la guerra. Los dividendos de algunas sociedades anónimas
se pagarán con sangre de soldados españoles.»
A este segundo coro se unían no pocos
orfeones extranjeros. Y con ello volvían los acomodaticios a la carga:
«¿No veis?
Desde fuera os advierten sabiamente. En París y en Londres saben mucho de estas
cosas; cuando ellos nos previenen, por algo será.»
Es casi fabuloso que el Ejército de África no
sucumbiera ni ante el blando tono de los capituladores, ni ante el estrépito de
los vociferantes. Es casi milagroso que al toque de silencio de cada noche en
los campamentos, la meditación de nuestros capitanes, su examen de conciencia,
les mantuvieran firmes e inflexibles frente a tanta indignidad disfrazada de
buen sentido.
Es evidente que el hecho de pertenecer a los
cuadros de mando de un Ejército con rango histórico aguza y afila el sentido
del deber, porque sólo así se entiende que nuestros jefes y oficiales de África
conocieran con tan rigurosa y permanente exactitud cuál había de ser su
conducta en el servicio de la Patria. No podían engañarse sobre el porvenir de
la acción de España en Marruecos.
Aquélla no era tierra nuestra; mandaban allí
los españoles en nombre de una ajena soberanía;
combatían y morían para que, andando el
tiempo, pudiera el Sultán de Rabat complacerse en el ejercicio pleno e
indiscutido de su autoridad. Éramos los hidalgos protectores de la minoría de edad
política de un pueblo. Nuestra presencia armada entre los marroquíes estaba
tocada de irremediable provisionalidad, por la índole misma del mandato
internacional que cumplíamos...
Pero, al mismo tiempo, allá se rescataba
España de pasados errores europeos y americanos; allá había de reanimarse la
inextinguible mama del espíritu español, y se nos ofrecía una decisiva bifurcación
de caminos para que eligiéramos el que habría de llevar a nuestro pueblo a la
salvación de su histórico ser y de su destino. Conscientes de que ésta era su
más alta misión en Marruecos -- aunque tampoco les parecía desdeñable,
ciertamente, la que nos hacía responsable del futuro marroquí-- nuestros jefes
y oficiales acendraban su decisión de combate y su capacidad de sacrificio.
Vivían --y esto lo recordamos bien quienes
tanto les acompañamos-- en una especie de españolísimo «no vivir en mí»,
sino como entregados a otra vida más noble, que consistía frecuentemente en « morir
de pie», como dice el francés Lacretelle que mueren los españoles.
Apenas había reposo para aquella generación
heroica. En cada una de las tareas militares se acrecentaba el riesgo, y todas
ellas eran como cilicios. Por senderos polvorientos o por veredas retorcidas y
pedregosas iba la breve columna de soldados amparando un convoy, encaminándose al
relevo de una pequeña guarnición, o explorando vaguadas sombrías v montes
difíciles. Ardía el cielo con un sol implacable y quemaban la piel las ráfagas
del viento que venía desde los lejanos arenales del sur. Parecía mortal el
silencio del paisaje; pero más mortal podía ser un silbido, o un «maullido» --dirá el Comandante de la Primera Bandera-- que rasgaba la soledad. Era
una bala salida de aquel peñasco en que se quebraba la línea del horizonte.
Todo estaba como al acecho, listo para saltar sobre la columna abrasada
de sed. Delante de los soldados, erguido como un alfil, marchaba el oficial,
con su pistolilla al cinto, con su gorra colorada o su gorrillo cuartelero. Iba
cubierto de polvo y vibrante de ensueños. ¿Su paga? Magra y estudiantil. ¿Su
juego con la vida? Consistía en ponerlo todo al pleno de la muerte; de una
muerte que podía aparecer súbitamente en la llanura incandescente o en el aduar
de la colina. ¡Cuántas veces, al caer la tarde, cuatro camilleros devolverían a
la posición principal, el cadáver de un doncel iluminado de heroísmo; carne
primaveral, fuerte y gozosa hacía unas horas, que, al morir, nos legaba un
espíritu inmortal, vencedor de la muerte!
Y así un día, y otro, y cien más, y mil de
añadidura. Sin descanso apenas; sin término a la vista; sin plazo ni
cancelación. Polvo, sudor y hierro, como de las campañas del Cid se ha dicho en
verso español. De las que también se ha escrito, en verso francés, que estaban
tejidas de honor y de madrigales; porque «bravura y cortesía andan juntas
cuando son auténticas», y no hay maneras más delicadas en la historia de las
humanas distinciones que las que fueron codificadas entre cotas, escudos y
guanteletes.
Bravura y cortesía son hijas del honor, v el
honor es para los capitanes de nuestra estirpe la luz que muestra los caminos
del deber. He aquí la clave y el lema: por el honor, al deber.
Distinguen algunos autores entre honor v
honra diciendo que el primero es una cualidad que impulsa al hombre a
conducirse con arreglo a las más elevadas normas morales, y que la segunda se
refiere a la estima y respeto debidos a nuestra propia dignidad. Tal distinción
me parece sobremanera alambicada y artificiosa; pero aun cuando la admitiéramos
como rigurosamente verdadera, habríamos de concluir que tanto el honor como la
honra son cualidades constantes de la personalidad española, al punto que con
escuchar o leer cualquiera de las dos palabras entendemos al punto y de una vez
lo que las dos significan.
El culto del honor y el mantenimiento de la
honra, jamás desmentidos en el Ejército español, llevaban a éste como de la
mano a descubrir en Marruecos, sin error posible, los deberes más delicados y
difíciles. Por el honor, al deber. Gran consigna de vida, a diario acrisolada
por aquellos oficiales, que iban solos, delante de su convoy trajinante o de su
columna de soldados, por las llanuras polvorientas y por los senderos
pedregosos, bajo un sol de fuego y entre silbidos de balas.
«Quand mon
honneur y va, rien m'est precieux» --dice el Cid de Corneille. Podríamos traducir libremente estas
palabras diciendo: «Cuando mi honor está en juego, ¿qué me importa lo demás?»
Se ha dicho de los españoles que «ponemos el
honor por encima del deber». Acaso sea exacta esta atribución, pero entiendo
que no sucede así por vana preferencia o por retórica vanagloria, sino que en
la historia de nuestro Pueblo y de nuestro Ejército, el honor aparece sobre el
deber como la luz sobre el cuadro, para iluminarlo de modo que mejor muestre su
belleza.
En esto de subrayar realidades de España es
útil, muchas veces, repasar textos extranjeros; y así creo que fue Stendhal
quien dijo que « el pueblo español ignora toda una serie de pequeñas verdades, pero
conoce profundamente las grandes, y tiene carácter e inteligencia suficientes
para atenerse a sus últimas consecuencias».
¡Las últimas consecuencias! Hubiera sido muy sencillo
y muy cómodo para nuestros militares de Marruecos ceder, siquiera fuese un
poco, a las corruptoras voces que les llegaban, atenuar su propio ímpetu,
escatimar heroísmos y disimular deberes; pero no hicieron tal porque tenían
comprometido su espíritu «hasta las últimas consecuencias». Millones de españoles no supieron comprenderlo
entonces; muchos son los que tampoco después han querido entenderlo. Y todavía queda
por esos andurriales del mundo, pudriéndose en vida, tal cual sujeto de baja
condición que continúa, erre que erre, la obra de difamación antiespañola y
antimilitar a que siempre vivió entregado.
Que Dios y España le perdonen, y el pueblo
español lo recuerde.
En Marruecos, como antes en Cuba y en
Filipinas, y, por supuesto, en toda su gesta exterior, americana, europea o africana,
el Ejército español, con sus grandezas y sus servidumbres, sus excelencias y
sus flaquezas, ha sido la expresión colectiva más fuerte y cabal de nuestro
pueblo, la cifra más alta de nuestro ser nacional. Y es esa misma
representación suprema del espíritu de España la que le ha convertido en blanco
favorito de las ajenas bellaquerías y de las traiciones interiores.
Con el largo sacrificio de los capitanes de
España en las guerras de Cuba habría para colmar de gloria las páginas más
exigentes; y aquí hubo más de uno y más de cien que trataron de convertir no
pocos de aquellos resplandores en baldón de ignominia. Los altos y claros
motivos de orgullo que encierra el famoso «expediente Picasso» (vosotros,
españoles jóvenes, no sabéis, probablemente, lo que fue aquel documento)
piden frecuentemente el laurel y el mármol; y se pretendió entre nosotros
transformarlos en oscuras razones de vilipendio contra el Ejército nacional.
Nada menos que un Gobierno conservador, y unas Cortes de abundante mayoría
monárquica, armados del inolvidable «expediente», decidieron poner en la picota
a nuestras Instituciones Armadas y convertir la honra del Ejército español en
comida destinada a las fieras de la demagogia.
No prevaleció el conato de tan grave afrenta;
porque en Marruecos defendían la vida de España unos jefes y unos oficiales
revestidos de imperturbable serenidad y de fría cólera, impulsados por una
resuelta voluntad de vencer y profundamente seguros del rumbo que debían seguir
los destinos nacionales.
Eran la seguridad, la decisión y la serena
cólera que «casi le dieron miedo» a mi amigo el corresponsal, el día de Taxuda.
Sobre el Ejército de África se ensayaron
todos los vituperios, incluido el de la cobardía. El Comandante de la Primera
Bandera sale al paso, y cuando recuerda a los bravos de Igueriben, Dar Quebdani
o de Arruit, escribe:
« En los primeros momentos
del desastre, el dolor de la tragedia nubló la gloria de muchos de nuestros
compañeros muertos en la defensa heroica de sus puestos; más tarde, humanos
egoísmos dejaron en silencio estos hechos gloriosos. El pueblo sabe cómo se
rindió tal posición, pero ignora cómo han muerto sus mejores soldados.»
Y termina la alusión a los héroes con este
clamor: « ¡Salve, gloriosos soldados de la Infantería! El horror del desastre
no podrá nublar vuestra gloria.»
Momentos hubo en que se pensó en disolver
aquel Ejército, en crear una simple fuerza mercenaria, separada de las raíces
nacionales, llamada a extinguirse y a morir, como una caravana de aventureros,
en los barrancos africanos. El Comandante Franco siente que otra vez le asoma a
los ojos la frialdad de una patriótica ira, pero, sin perder su medida y su
compostura, comenta:
«En nuestra vida de Xauen
nos llegan los ecos de España; y vemos el apartamiento del país de la acción
del Protectorado, y la indiferencia con que se miran la actuación y el
sacrificio del Ejército; de esta oficialidad abnegada que un día y otro paga su
tributo de sangre entre los ardientes peñascales.»
Como la Revista de Infantería recogiera
algunos de los extravagantes proyectos militares a que acabamos de aludir, y
esos proyectos equivaliesen al intento de aniquilar los mejores ímpetus de nuestras
Instituciones castrenses, el Comandante Franco prepara unas cuartillas que en
el DIARIO aparecen reproducidas, pero cuya publicación en la Revista no fue
jamás autorizada. [El Sr.
AZNAR se refiere al artículo “El Mérito en Campaña”, inédito hasta su
publicación en número 40 de la Revista de Historia Militar, 1976.]
Era la primavera de 1921. Nuestro jefe
legionario apuntaba la siguiente afirmación, que, leída ahora, alcanza valor de
profecía:
«La campaña de África es la
mejor escuela práctica, por no decir la única, de nuestro Ejército, y en ella
se contrastan valores y méritos positivos. Esta oficialidad, de espíritu
elevado, que en África combate, ha de ser un día el nervio y el alma del
Ejército peninsular...»
AUN HE DE EXTRAER del DIARIO DE UNA BANDERA otra
reflexión.
El verdadero alcance de este libro, es decir,
la intención y propósito del autor, al redactarlo, no terminan --como he
insinuado antes-- con ser expresión de un sentido del honor y una
interpretación del deber. Esto sería mucho; pero hay algo más: hay... «el hambre de acierto».
En las campañas del Oriente de Cuba, en las
correrías y maniobras de Las Villas o de Pinar del Río, en el ir y venir por
vericuetos y playas de Manila, Luzón o Mindanao, también se derrochó valor, y
se llegó muchas veces a prodigios de sacrificio... Viniendo a días más cercanos
a nosotros, ¿no hemos visto lo que fue, como sublime ejemplo de holocausto, la
defensa de Igueriben en vísperas de Annual?
«El nombre de los defensores
de Igueriben debiera figurar con letras de oro en el libro de
nuestra Infantería --leo
en el DIARIO--. El Comandante
Benítez hizo de esta posición la defensa más heroica. Sin agua, sin víveres,
Benítez resistía y el convoy no llegaba. Un día triste se desistió del socorro.
Se les autorizaba
a rendirse, a entrar en tratos con el enemigo; pero Benítez y los suyos conservan
en su alma el temple de los heroicos infantes, y de labios de un
testigo hemos oído el último telegrama: «Los jefes y oficiales de Igueriben
mueren..., pero no se rinden.» Y ponen fin a sus vidas con el más grande de
los heroísmos.»
Esa grandeza de ánimo es digna de encendidas
alabanzas, pero el primer Comandante de la Legión quiere más; mucho más;
quiere... el acierto, la eficacia, la victoria. En este sentido, la generación militar
que en 1922 se preparaba para ser «nervio y alma» de España muestra diferencias
esenciales con lo que fueron los cuadros de jefes y oficiales de nuestro
Ejército en amargas campañas anteriores.
Un cubano muy distinguido y bien informado de
mil episodios de la guerra que preparó la independencia de su país, me contó
hace años el siguiente episodio:
--«Estábamos mi
padre y yo --decía el doctor Benigno Souza, que éste era el cubano a quien aludo--
en el ingenio Mi Rosa cuando llegó una columna española mandada por el
general... X. Pocas horas antes había
pasado por Mi Rosa la caballería mambisa. El propio Máximo Gómez iba al frente.
«--Por mi rastro vienen los españoles --comentó “el viejo" hablando con mi
padre.
» Alejóse el
caudillo dominicano no más de tres o cuatro kilómetros y acampó --en un potrero
muy conocido.
»--Puede usted decir
al general... X, que he estado aquí. No pase cuidado, que no lo tomaré a mal. Y
a verá como esta vez no hay combate.
»Llegó, en efecto,
muy a poco, el general en cuestión, con una columna fuerte, aunque fatigada. Los
primeros soldados entraban en el batey del Ingenio cuando los últimos caballos
de Máximo Gómez se internaban en el cercano potrero.
»EI general
interrogó:
»--¿Ha estado por
aquí Máximo Gómez?
»--Por aquí ha
pasado, en efecto, y no debe de andar muy lejos.
»El General meditó
un instante, y decidió:
»--Estoy seguro de
que le tengo muy cerca; pero, ¡mire!; voy a cansar más a mis soldados; me expongo
a sufrir unas cuantas bajas, y a ese zorro no le veré ni la cola. De modo que,
vamos a descansar, y sea lo que Dios quiera.» .
Aquel general era, sin duda, un hombre de
honor, un soldado generoso y valiente, capaz de heroísmo, pero le faltaban el
afán de acierto y la voluntad de vencer.
Con nuestra gran generación de capitanes
africanos, es decir, con esta que desfila por las páginas del DIARIO, ese «vamos a descansar» hubiera sido absolutamente imposible.
El General en Jefe y Alto Comisario de España
en África, al referirse al llamado «combate de Annual», preguntaba: «Pero, ¿se combatió en
Annual?»
Es cierto que no se combatió; y precisamente
en ese no combatir reside el secreto de la desventura que sufrimos.
El Comandante de la Primera Bandera, a quien
no duelen prendas cuando llega la ocasión, ha visto el problema con extremada
claridad y nos ha dejado en el DIARIO este juicio verdaderamente severo:
«En Marruecos, la labor
política y la militar han ido siempre emparejadas. No ha sido la ausencia de la
primera lo que nos llevó, como alguien cree, al desastre de Julio. Si hubo
algún error o desacierto, no es justo atribuir a ello las causas del desastre: examinemos
nuestras conciencias, miremos nuestras aletargadas virtudes y encontraremos la
crisis de ideales que convirtió en derrota lo que debió de haber sido un
pequeño revés.»
Estas líneas invitaban en 1922 a muy seria
meditación. Quien las escribió no había alcanzado todavía plenitud de autoridad
nacional. Era no más que un comandante; una estrella solitaria en la bocamanga.
Pero, ¡cómo ahondaba ya en ciertas capitales realidades del país! «Triste» le
pareció el día en que se renunció a socorrer la posición del Igueriben: «triste», sin duda, porque acusaba un inconcebible
letargo de «nuestras virtudes». Ahora, al referirse a la jornada de Annual, afirma que aquéllo no
debió de haber sido sino «un pequeño revés». Y frente a la posición de Dríus, meditativo
entre sus legionarios, asegura: «.Cuanto más se avanza, menos
se explica lo ocurrido. ¿Cómo no se habrá detenido en Dríus la triste retirada?»
¡Qué graves acusaciones lanzan nuestros
nuevos capitanes contra unas ideas y unos modos que no han engendrado sino
fracasos!
Resumen: Se pudo llevar un convoy de socorro
a Igueriben, pero no hubo convoy; pudo reducirse la dificultad de Annual a los
términos de un episodio sin importancia, pero acabó en un desastre; era
perfectamente posible detener la retirada en Dríus, y, sin embargo, continuó el
éxodo hasta terminar en las matanzas de Monte Arruit y de Zeluán.
Los hombres --nos da a entender el DIARIO-- eran
buenos, los soldados magníficos, los jefes y oficiales fieles al concepto del
honor, sensibles a la idea del deber y formados para el heroísmo. Sin embargo, ¿
por qué cedieron a la pasajera adversidad? ¿Cuál fue el misterio de aquella
desgracia? ¿Cuál la causa? Pase que alguna vez sea «sobrepasado el
coeficiente moral de una tropa».
Todos los Ejércitos han conocido trances parecidos.
Recordemos las horas de Taxuda. El Comandante Franco siente respeto, humanísimo
respeto, hacia los que vacilan un instante, hacia quienes, cansados de
combatir, flaquean durante un momento. No escribirá una sola palabra que pueda
parecer humillante para quienes luchan y mueren por España... Pero clama ante
todos y para todos en nombre del espíritu; porque es necesario que los
españoles vuelvan a confiar en las fuerzas del espíritu.
Así se anuncia la nueva generación, que
aspira a rescatar al país de los tremendos letargos de Cuba y de--Filipinas, y de
otros más próximos a nosotros, como los de Julio de 1921. «¡Volcamos nuestro
espíritu! --dicen las notas de un día crítico. ¡Nuestro espíritu! Es decir: el
que ordena y manda al jefe ser para los soldados un padre; el que dispone que
una operación sea preparada con extremado celo y con sutil cuidado para
prevenirse en la medida de los humanos recursos contra todo posible fracaso; el
que instituye una disciplina que ninguna fuerza podrá quebrantar jamás; el que
exige la conquista de una posición, y obliga a que, una vez conquistada, se
sujete decisivamente al dominio de la tropa conquistadora; y si por un azar del
combate hubiera de ser abandonada, no dure el abandono más que el tiempo
indispensable para lanzarse ardiente, pero también lúcida y reflexivamente, a
la reconquista; el que nunca, ¡nunca!, desespera ni cede al desaliento, sean
cuales sean las circunstancias; el que, en fin, no se contenta con ofrecer a
España caudales de honor y heroicos cementerios, sino que desea brindarle
victorias.
Ese es el ánimo que prevalecería catorce años
después de la publicación [El
DIARIO fue publicado en 1922. El SR. AZNAR se refiere al Movimiento de 1936] del DIARIO DE UNA BANDERA, y por eso fueron
posibles, en nuestra Guerra de Liberación, el paso del convoy entre Ceuta y
Algeciras, la defensa del frente aragonés con escasísimos medios de combate, la
liberación del Alcázar de Toledo, la defensa de Oviedo y de Huesca, las
jornadas de Brunete, las de Teruel, la resistencia en Extremadura, la batalla
del Ebro... ¡el triunfo que culminó el día primero de abril de 1939!
Los tiempos del asalto a la posición de
lzarduy (así llamada en recuerdo de un joven y brillante oficial), nos parecen
ya legendarios. Hay un lienzo de Mariano Bertuchi en que se ve cómo una sección
de Regulares va a coronar la loma. Va a la cabeza el teniente Franco Bahamonde.
Desde el puesto de mando de la columna, los jefes asisten a un espectáculo de
verdadera belleza militar.
Lo mismo fue en el Biut, donde la muerte
rondó muy de cerca a nuestro héroe. E igual en la playa de Axdir y en el Monte
de las Palomas. Así en todas partes, a lo largo de los años, ayer como hoy, y
hoy como será mañana.
No es sorprendente que el «espíritu»
prevaleciera en Izarduy; pero cuando llegasen horas extraordinariamente más
complejas, también prevalecería; porque en la historia de los Ejércitos, aun
suponiendo una igualdad de preparación y de elementos materiales, la victoria
se ha inclinado siempre del lado de la superioridad espiritual. Al Comandante
Franco Bahamonde no se le ocurre jamás dar lecciones de valor y de coraje, que
en este punto no necesitan ser aleccionados los jefes y oficiales del Ejército
de España; pero le importa recordar, en nombre de toda una generación, que el
heroísmo no debe limitarse a ser arrebato de una hora, renunciación de un
instante, sacrificio de un día, sino que supone todo un modo de vida, una norma
del existir, del sufrido existir cotidiano, entre silencios o, si es necesario,
entre abandonos y desdenes. Como acontecía en Marruecos.
HE QUERIDO DAR a entender algo de lo que, a
juicio mío, podemos leer entre las líneas del DIARIO. ¡Ojalá lo haya logrado!
Se ha dicho que es característico de la
política española crecerse en los momentos de dificultad y abandonarse en los
normales, sin meditar que del abandono en las horas de normalidad suele venir
que sean muy sangrientos, y frecuentemente inútiles, los desesperados
recrecimientos de los días difíciles.. .
El Comandante Franco Bahamonde, como Jefe de
la Primera Bandera, cuidó de no abandonarse jamás; y no alcanzábamos a saber si
vivía incesantemente en trance de normal dificultada o permanentemente en
espíritu de difícil normalidad.
Nada de lo que le importaba solía quedar
entregado al azar. ( ¡Memorable operación de sorpresa sobre las alturas del
Visan!) Si había que improvisar alguna vez, la improvisación se parecía a la de
esos oradores que rompen a hablar con gran fluidez sobre lemas de diaria meditación.
¡Qué Primera Bandera de la Legión! En ella comenzó a transmutarse en viva
sustancia española el retintín francés que precedió a su nacimiento. En ella
empezaron a resucitar de verdad los Tercios; y a la Madelón sucedió la música
celtibérica de los novios de la muerte. El Comandante Franco Bahamonde fue
quien la formó, a imagen y semejanza de su propio espíritu, según verán quienes
lean este DIARIO.
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