Sobre mudéjares y mozárabes en nuestra España del siglo XXI

 D. Arturo Pérez-Reverte escribe sobre moros y cristianos

16 Jul 2016 / Arturo Pérez-Reverte  /  Patente de corso 

Después de cada atentado de terroristas islámicos en Europa, cuatro artículos ya clásicos de Arturo Pérez-Reverte sobre el asunto, publicados durante un plazo de diez años (el primero apareció en febrero de 2006, como lúcido pronóstico de lo que estaba por venir) suelen ser difundidos profusamente en las redes sociales, algunas veces con alteraciones ajenas al autor. 

Zenda ha reunido [jul-2016] para sus lectores los textos originales, por orden cronológico.

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Artículo publicado en XL Semanal

POR QUÉ VAN A GANAR LOS MALOS
2 de febrero de 2006


De la movida mahometana me quedo con una foto. Dos jóvenes tocados con kufiyas alzan un cartel: Europa es el cáncer, el Islam es la respuesta. Y esos jóvenes están en Londres. 
Residen en pleno cáncer, quizá porque en otros sitios el trabajo, la salud, el culto de otra religión, la libertad de sostener ideas que no coincidan con la doctrina oficial del Estado, son imposibles. 
Ante esa foto reveladora -no se trata de occidentalizar el sano Islam, sino de islamizar un enfermo Occidente-, lo demás son milongas. 
Los quiebros de cintura de algunos gobernantes europeos, la claudicación y el pasteleo de otros, la firmeza de los menos, no alteran la situación, ni el futuro. 
En Europa, un tonto del haba puede titular su obra Me cago en Dios, y la gente protestar en libertad ante el teatro, y los tribunales, si procede, decidir al respecto. 
Es cierto que, en otros tiempos, en Europa se quemaba por cosas así. Pero las hogueras de la Inquisición se apagaron -aunque algún obispo lo lamente todavía- cuando Voltaire escribió: «No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte para que nadie le impida decirlo».

Aclarado ese punto, creo que la alianza de civilizaciones es un camelo idiota, y que además es imposible. El Islam y Occidente no se aliarán jamás. Podrán coexistir con cuidado y tolerancia, intercambiando gentes e ideas en una ósmosis tan inevitable como necesaria. Pero quienes hablan de integración y fusión intercultural no saben lo que dicen. 

Quien conoce el mundo islámico -algunos viajamos por él durante veintiún años- comprende que el Islam resulta incompatible con la palabra progreso como la entendemos en Occidente, que allí la separación entre Iglesia y Estado es impensable, y que mientras en Europa el cristianismo y sus clérigos, a regañadientes, claudicaron ante las ideas ilustradas y la libertad del ciudadano, el Islam, férreamente controlado por los suyos, no renuncia a regir todos y cada uno de los aspectos de la vida personal de los creyentes. 

Y si lo dejan, también de los no creyentes. Nada de derechos humanos como los entendemos aquí, nada de libertad individual. Ninguna ley por encima de la Charia. Eso hace la presión social enorme. El qué dirán es fundamental. La opinión de los vecinos, del barrio, del entorno. 

Y lo más terrible: no sólo hay que ser buen musulmán, hay que demostrarlo.

En cuanto a Occidente, ya no se trata sólo de un conflicto añejo, dormido durante cinco siglos, entre dos concepciones opuestas del mundo. 

Millones de musulmanes vinieron a Europa en busca de una vida mejor. Están aquí, se van a quedar para siempre y vendrán más. Pero, pese a la buena voluntad de casi todos ellos, y pese también a la favorable disposición de muchos europeos que los acogen, hay cosas imposibles, integraciones dificilísimas, concepciones culturales, sociales, religiosas, que jamás podrán conciliarse con un régimen de plenas libertades. 

Es falaz lo del respeto mutuo. Y peligroso. ¿Debo respetar a quien castiga a adúlteras u homosexuales? 

Occidente es democrático, pero el Islam no lo es. Ni siquiera el comunismo logró penetrar en él: se mantiene tenaz e imbatible como una roca. 

«Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia», ha dicho Omar Bin Bakri, uno de sus los principales ideólogos radicales. Occidente es débil e inmoral, y los vamos a reventar con sus propias contradicciones.

 Frente a eso, la única táctica defensiva, siempre y cuando uno quiera defenderse, es la firmeza y las cosas claras. Usted viene aquí, trabaja y vive. Vale. Pero no llame puta a mi hija -ni a la suya- porque use minifalda, ni lapide a mi mujer -ni a la suya- porque se líe con el del butano. Aquí respeta usted las reglas o se va a tomar por saco. 

Hace tiempo, los Reyes Católicos hicieron lo que su tiempo aconsejaba: el que no trague, fuera. Hoy eso es imposible, por suerte para la libertad que tal vez nos destruya, y por desgracia para esta contradictoria y cobarde Europa, sentenciada por el curso implacable de una Historia en la que, pese a los cuentos de hadas que vocea tanto cantamañanas -vayan a las bibliotecas y léanlo, imbéciles- sólo los fuertes vencen, y sobreviven. 

Por eso los chicos de la pancarta de Londres y sus primos de la otra orilla van a ganar, y lo saben. Tienen fe, tienen hambre, tienen desesperación, tienen los cojones en su sitio. Y nos han calado bien. Conocen el cáncer. Les basta observar la escalofriante sonrisa de las ratas dispuestas a congraciarse con el verdugo.

Artículo publicado en XL Semanal

ES LA GUERRA SANTA, IDIOTAS
1 septiembre de 2014

Pinchos morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor –treinta años de cómplice amistad– se recuesta en la silla y sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas –dice–. Es una guerra, y estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta». Mi amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola debajo de la almohada. «Es una guerra –insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza–. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo».

Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. 

Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final –sorpresa para los idiotas profesionales– resultaron ser preludios de muy negros inviernos. 

Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».

Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí. 

Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles. 

Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta». 

Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán –no en Damasco, sino en Londres– donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia».

A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. 

Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. 

Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros.

 Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. 

Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. 

Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma. 

Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros.

Artículo publicado en XL Semanal

SOBRE IDIOTAS, VELOS E IMANES
29 de septiembre de 2014 

Vaya por Dios. Compruebo que hay algunos idiotas –a ellos iba dedicado aquel artículo– a los que no gustó que dijera, hace cuatro semanas, que lo del Islam radical es la tercera guerra mundial: una guerra que a los europeos no nos resulta ajena, aunque parezca que pilla lejos, y que estamos perdiendo precisamente por idiotas; por los complejos que impiden considerar el problema y oponerle cuanto legítima y democráticamente sirve para oponerse en esta clase de cosas.

La principal idiotez es creer que hablaba de una guerra de cristianos contra musulmanes. 

Porque se trata también de proteger al Islam normal, moderado, pacífico. De ayudar a quienes están lejos del fanatismo sincero de un yihadista majara o del fanatismo fingido de un oportunista. 

Porque, como todas las religiones extremas trajinadas por curas, sacerdotes, hechiceros, imanes o lo que se tercie, el Islam se nutre del chantaje social. De un complicado sistema de vigilancia, miedo, delaciones y acoso a cuantos se aparten de la ortodoxia. En ese sentido, no hay diferencia entre el obispo español que hace setenta años proponía meter en la cárcel a las mujeres y hombres que bailasen agarrados, y el imán radical que, desde su mezquita, exige las penas sociales o físicas correspondientes para quien transgreda la ley musulmana. Para quien no viva como un creyente.

Por eso es importante no transigir en ciertos detalles, que tienen apariencia banal pero que son importantes. 

La forma en que el Islam radical impone su ley es la coacción: qué dirán de uno en la calle, el barrio, la mezquita donde el cura señala y ordena mano dura para la mujer, recato en las hijas, desprecio hacia el homosexual, etcétera. 

Detalles menores unos, más graves otros, que constituyen el conjunto de comportamientos por los que un ciudadano será aprobado por la comunidad que ese cura controla. En busca de beneplácito social, la mayor parte de los ciudadanos transigen, se pliegan, aceptan someterse a actitudes y ritos en los que no creen, pero que permiten sobrevivir en un entorno que de otro modo sería hostil. 

Y así, en torno a las mezquitas proliferan las barbas, los velos, las hipócritas pasas -ese morado en la frente, de golpear fuerte el suelo al rezar-, como en la España de la Inquisición proliferaban las costumbres pías, el rezo del rosario en público, la delación del hereje y las comuniones semanales o diarias.

El más siniestro símbolo de ese Islam opresor es el velo de la mujer, el hiyab, por no hablar ya del niqab que cubre el rostro, o el burka que cubre el cuerpo. Por lo que significa de desprecio y coacción social: si una mujer no acepta los códigos, ella y toda su familia quedan marcados por el oprobio. No son buenos musulmanes. 

Y ese contagio perverso y oportunista –fanatismos sinceros aparte, que siempre los hay– extiende como una mancha de aceite el uso del velo y de lo que haga falta, con el resultado de que, en Europa, barrios enteros de población musulmana donde eran normales la cara maquillada y los vaqueros se ven ahora llenos de hiyabs, niqabs y hasta burkas; mientras el Estado, en vez de arbitrar medidas inteligentes para proteger a esa población musulmana del fanatismo y la coacción, lo que hace es ser cómplice, condenándola a la sumisión sin alternativa. 

Tolerando usos que denigran la condición femenina y ofenden la razón, como el disparate de que una mujer pueda entrar con el rostro oculto en hospitales, escuelas y edificios oficiales –en Francia, Holanda e Italia ya está prohibido–, que un hospital acceda a que sea una mujer doctor y no un hombre quien atienda a una musulmana, o que un imán radical aconseje maltratos a las mujeres o predique la yihad sin que en el acto sea puesto en un avión y devuelto a su país de origen. Por lo menos.

Y así van las cosas. Demasiada transigencia social, demasiados paños calientes, demasiados complejos, demasiado miedo a que te llamen xenófobo.

 Con lo fácil que sería decir desde el principio: sea bien venido porque lo necesitamos a usted y a su familia, con su trabajo y su fuerza demográfica. Todos somos futuro juntos. Pero escuche: aquí pasamos siglos luchando por la dignidad del ser humano, pagándolo muy caro. Y eso significa que usted juega según nuestras reglas, vive de modo compatible con nuestros usos, o se atiene a las consecuencias. Y las consecuencias son la ley en todo su rigor o la sala de embarque del aeropuerto. 

En ese sentido, no estaría de más recordar lo que aquel gobernador británico en la India dijo a quienes querían seguir quemando viudas en la pira del marido difunto: «Háganlo, puesto que son sus costumbres. Yo levantaré un patíbulo junto a cada pira, y en él ahorcaré a quienes quemen a esas mujeres. Así ustedes conservarán sus costumbres y nosotros las nuestras».

Artículo publicado en XL Semanal

LOS GODOS DEL EMPERADOR VALENTE
13 de septiembre de 2015

En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones –entre otras, que Roma ya no era lo que había sido– se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. 

En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. 

Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.

Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender. 

Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. 

El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso –Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire– tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. 

Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.

Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais –religión mezclada con liderazgos tribales– hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. 

Cayeron los centuriones –bárbaros también, como al fin de todos los imperios– que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros –en el sentido histórico de la palabra– que cabalgan detrás. 

Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. 

Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.

A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. 

Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. 

Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. 

Toda actuación vigorosa –y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia– queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso. 

La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias.

 Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. 

Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. 

El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.

Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. 

Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. 

Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. 

Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. 

No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.

Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. 

Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. 

Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. 

Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho. 

Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. 

Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. 

El recurso final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder. 

Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. 

De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia.

 También parte de la población romana –no todos eran bárbaros– ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual. 

Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. 

Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros.

 Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo. 

Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables. 

Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar.

La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes –llegado el caso– de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney. 

Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.

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OPINIÓN

El triste precio de la estupidez

La derecha radical y arrogante cuajó por un motivo aterradoramente sencillo: la izquierda de nuevo cuño dejó de ocuparse de los trabajadores para abrazar e imponer la ideología ‘woke’ nacida en EEUU.

 

Por don Arturo Pérez-Reverte. Publicado en el diario EL MUNDO, el domingo 9-feb-2025

 

Arístides, según nos cuenta Plutarco en sus Vidas paralelas, era un político ateniense. Sometido a una consulta popular para establecer si se le condenaba al destierro -ostracismo se llamaba a eso, pues se escribía el voto en conchas marinas, un ciego, que ignoraba quién era, le pidió que anotara por él su propio nombre. "¿Que te ha hecho de malo?", preguntó Arístides mientras lo hacía. "Nada -respondió el ciego-. Pero estoy harto de oír decir que es una persona honrada".

Hartazgo es la palabra: un término a menudo subestimado en política y otros ámbitos, pero cuyos efectos pueden ser lo mismo liberadores que tóxicos. De muchos hartazgos históricos surgieron derrocamientos y tiranías. Pocas cosas son tan ingobernables, por una parte, y tan manipulables por otra -si se cuenta con medios adecuados- como la reacción de las masas hartas de algo. O de alguien.

Asusta, y con razón, la ruidosa galopada reaccionaria que sacude Occidente. Después de dos décadas predicando lo contrario, los apóstoles del mundo feliz paritario e igualitario, la izquierda de nueva generación, canceladora, facilona y woke, se lleva las manos a la cabeza preguntándose cómo es posible, después de tanta doctrina y tanta píldora aparentemente tragada por todos, cuando la batalla parecía resuelta, que al barco del progreso humano le entre agua por todas partes y los demonios largamente denunciados se hagan con el timón de la nave, trayendo consigo sus ajustes de cuentas, rencores y represalias.

¿Qué ha pasado, cómo es posible? se preguntan esos imbéciles. ¿Qué es lo que ha traído a la ultraderecha en Estados Unidos y Europa, resucitando fantasmas que parecían bien muertos y bajo tierra? Miran hacia todos lados palpándose la ropa con estupor. Quién diablos nos ha robado la cartera, inquieren. Pero el único lugar que no miran es el espejo, hacia ellos mismos. A su estupidez, irresponsabilidad e ignorancia, cuando no deliberada mala fe, que convirtió a una ultraderecha antes inexistente en Europa, o más bien minoritaria o residual, en pretexto, en factor útil para su hipócrita ejercicio de oportunismo político.

¿Cuándo cuajó esa derecha europea radical y arrogante? se lamentan. Y la respuesta es aterradoramente sencilla: cuando la izquierda de nuevo cuño dejó de ocuparse de los trabajadores para abrazar e imponer, llevándola a extremos irracionales y ridículos -tan antiamericanos como son para unas cosas, y tan babeantes para otras-, la peligrosa doctrina nacida en Harvard y la universidad de Carolina en la que se fue apoyando poco a poco, extendida como mancha de aceite, tanta basura ideológica: penalizar la libertad individual en favor de la sumisión grupal, retorcer hasta la más grotesca exageración conceptos útiles, nobles y necesarios como izquierda, igualdad, paridad, feminismo, antifascismo. Y todo eso, imponiendo mediante las redes sociales un matonismo abrumador, un régimen dictatorial ante el que primero claudicaron los más débiles y luego nadie se atrevió a discutir. Lo define perfectamente mi amigo Juan Soto Ivars -uno de los pocos que en los últimos tiempos se han mantenido valerosamente libres-: "Nadie hizo nada porque contradecir la monserga provocaba señalamiento, etiquetado, vergüenza. Prefirieron ser discretos y que no les salpicara. Así se inundó todo. Es alucinante que auténticos liliputienses lograsen, con sus consignas rellenas de bilis, que multinacionales y gobiernos repitieran esa morralla. He visto a directores de empresa acojonados por las opiniones de una becaria y a profesores de instituto dando la razón al más gritón, arrogante y bobo".

"Lo 'woke' es un negocio de pandillas que fingen ser masas populares mediante la infiltración y control del Estado, centros de trabajo y universidades"

Y así ha sido, literalmente. Hasta las grandes y pequeñas empresas e industrias internacionales, atentas siempre a cuanto signifique negocio, subieron a ese tren para asumir las consignas del momento con verdadero entusiasmo -la hipócrita fe del converso-, alardeando de ser más feministas, más paritarias, más inclusivas, más políticamente correctas que nadie. De ese modo, también lo woke ha sido pingüe negocio durante todo este tiempo. Bajo la dictadura de pandillas digitales que en las redes sociales fingían ser masas populares, mediante la infiltración y control de organismos del Estado, centros de trabajo y universidades, los paladines de lo woke lincharon a todo aquel que no se plegaba a la nueva dictadura: a quien no llamaba niños a delincuentes de dieciséis años y un metro setenta de estatura, a quien, sin dejarse influir por el miedo o la alienación ideológica, decía camionero en vez de transportista, inmigrante en lugar de esa gilipollez de migrante, alumnos en vez de alumnado, o hablase con naturalidad de padres sin precisar que hay parejas de padre y padre, y de madre y madre, o de sexo fluido, o de lo que carajo sea. A quien, en el humilde colegio de su pueblo, en vez de imponer la lectura de una autora feminista o un mediocre autor local -al que no lee ni siquiera el profe- proponía a HomeroJorge ManriqueCervantes Pérez Galdós. A cualquiera que cuestionara, en fin, el lenguaje impuesto y las narrativas oficiales. Consiguiendo, de ese modo, la sumisión cómplice de los cobardes y el silencio cauto de los reacios a buscarse problemas, amordazando a la prensa escrita y digital, convirtiendo los centros escolares en escenario -teatral es el adjetivo adecuado- para chicas arrogantes, crecidas en su poderío, y para chicos atemorizados y confusos hasta el disparate, desconcertados primero y rencorosos después.

El caso, patente hoy, es que esos idiotas o canallas repartieron certificados de democracia, de solidaridad, de igualdad; decretaron un multiculturalismo postizo e imposible, acomplejado ante el radicalismo islámico -profesoras con velo dan clase a niñas europeas y la tumba de Carlos Martel en Poitiers necesita protección antiterrorista-. Dictaron una manera determinada de ser y de pensar, atormentando a sus víctimas con escraches infames. Impusieron a toda costa su lenguaje, a menudo impostado y absurdo, desafiando no sólo las normas sabias de las academias, sino el más puro sentido común. Se granjearon, en fin, después de calzarnos tanto miedo y tanta basura, la antipatía de la gente normal e incluso el rechazo inteligente de algunos de los colectivos a los que aseguraban defender.

En España, naturalmente, nuestra nueva izquierda -la que en su inculta fatuidad reniega de Julio Anguita y de Felipe González- se puso a la cabeza. Se erigió en administradora única del negocio, y utilizó la palabra negocio con absoluta deliberación. La cosa empezó con lo normal, lo razonable, lo necesario, la paulatina toma de conciencia de que hay vicios sociales intolerables. ¿Quién, salvo una bestia reaccionaria, no iba a asumir y apoyar eso? Pero el asunto exigía, por razones tácticas, tener un monstruo enfrente; y si éste no existía o no era lo bastante poderoso, fabricarlo. Engordarlo bien. De ahí la magnificación de una derecha extrema que antes apenas pesaba en la vida pública, y que ahora abunda en los telediarios y que incluso se ha creído de verdad a sí misma, alentada por individuos de la catadura del tal Buxadé o el siniestro Herman Tertsch. Pero al principio no era así, y de ahí proviene el apunte tóxico, el señalamiento, el adjetivo fascista aplicado a cualquier desacuerdo, cualquier disidencia, cualquier reacción opuesta, por argumentada y razonable que fuera o sea. De ahí, en fin, la equiparación de unos con otros, la cancelación, la prepotencia y la venganza, las campañas desencadenadas incluso contra las personalidades de izquierda o periodistas que, como mi también amigo Antonio García Ferreras y otros comunicadores e intelectuales brillantes, no quisieron marcar a ciegas el nuevo paso de la oca que ordenaban desde el mostrador de la taberna Garibaldi. Sicarios de esa izquierda dogmatizaban y acusaban, y siguen haciéndolo, en los medios digitales y las tertulias radiofónicas y televisivas. Y tan agresiva dictadura acabó envileciendo palabras nobles y perjudicando luchas justas.

Al final, claro, se acabaron viendo las costuras: la hipocresía y el turbio sesgo de quienes pontificaban, calumniaban y señalaban. El hermana yo te creo de Irene Montero y sus violadores liberados por la nueva ley, el chúpame la minga de Pablo Echnique, la venenosa bajunería y mala índole de Pablo Iglesias, gallito del harén, que las azotaría hasta hacerlas sangrar -prepárense, pues se dispone a volver mediante señora interpuesta-, el ridículo lenguaje cursi-infantil de Yolanda Díaz, el farisaico pseudofeminismo del hoy cancelado y escondido Peio Riaño -patético agitador cultural que sostenía que los cuadros de El Prado son machistas-, el enhiesto miembro viril de Íñigo Errejón y tanta basura, tanto camelo barato, tanta mierda empaquetada para su venta a granel por ciertos medios informativos digitales que, con eso y alguna ayudita financiera extra, se ganan la vida. Y de nuevo recurro a mi querido Soto Ivars para expresar lo que yo no diría mejor que él: "No creían verdaderamente en nada de lo que decían: eso lo supimos más tarde, cuando fueron despeñándose. El daño que han hecho a los colectivos que supuestamente defendieron todavía no se puede medir; hay que esperar a conocer la temperatura exacta de la reacción furiosa que han despertado. Lo indiscutible es que quebraron el progreso. Las sociedades occidentales eran cada vez más igualitarias, inclusivas y diversas, pero ellos no podían vivir sin su batalla. Ahora, a saber qué pasará".

"La izquierda 'woke' se granjeó la antipatía de la gente normal e incluso el rechazo inteligente de colectivos a los que aseguran defender"

Y lo que pasará, lo que inevitablemente tenía que pasar, está pasando. Que las grandes empresas norteamericanas como Disney, MacDonald’s, Harley Davidson, Ford, Meta, Cartepillar, Amazon, bancos poderosos y fondos de inversión -los europeos irán detrás, como siempre- empiezan a adaptarse al nuevo clima político; y en parte por miedo a las represalias de la derecha emergente y en parte porque comprueban la temperatura, templan el vocabulario y retiran dinero de campañas que antes apoyaban. Atentos al sentir pendular de su clientela, se desmarcan cada vez más de esas dos décadas de presión y sobreactuación insoportable. O sea que, en mayor número, los ciegos atenienses piden a Arístides que escriba su propio nombre en la concha y se vaya a hacer puñetas. Y lo hacen como era previsible -y temible- que lo hicieran: yéndose peligrosamente al otro lado, propiciando el resurgir en España, en Europa, en los Estados Unidos, de un ultranacionalismo conservador, crudo, arrogante, agriamente populista, al que ahora se acogen los cabreados y los desesperados, los fatigados de tanta demagogia y tanto cuento chino; no sólo para darle su voto, que, al fin y al cabo, de eso trata la democracia, sino para confiarle la revancha, la venganza contra todo aquello que semejantes cantamañanas les hicieron engullir durante veinte años. Por los daños irreparables causados, por la incertidumbre y el disparate.

Nada tranquilizador, desde luego: se avecinan horas negras, y Trump de nuevo en la Casa Blanca es el más perverso ejemplo. Pero lo peor del asunto es que los mismos que, allí y aquí, hicieron posible la tormenta se proclamarán ahora más necesarios que nunca, postulándose a sí mismos para combatirla. Seguirán ahí esperando otra vez su hora, confiados en que el futuro péndulo de la Historia los favorezca de nuevo entre los escombros del mundo razonable que tanto han contribuido a demoler. Al fin y al cabo, las ratas son los únicos animales capaces de sobrevivir a cualquier desastre.

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Los hemos traído nosotros

Mientras unos idiotas dicen que la solución es legalizar de golpe a todo cristo, otros idiotas exigen expulsar a miles o millones de forma indiscriminada

Los hemos traído nosotros

Arturo Pérez-Reverte Arturo Pérez-Reverte 22/07/2025

https://www.abc.es/sociedad/arturo-perezreverte-traido-20250722041407-nt.html


Los hemos traído nosotros: ustedes, yo, la infame clase política española y todos los que durante décadas, pese a las señales, los ejemplos y las advertencias, han preferido encogerse de hombros y mirar hacia otro lado. Ahora, pese a lo que sostienen los demagogos y los oportunistas de guardia, ya no hay quien lo remedie. El problema vino a España para quedarse. A otros países con más eficiencia, más organización y más cabeza que las nuestras, el asunto se les está yendo o se les ha ido de las manos; así que ya podemos, ya pueden ustedes, irse acostumbrando. El único y triste consuelo será ese: que pagamos y vamos a pagar las propias facturas. Las de nuestra estupidez, nuestra imprevisión y nuestro egoísmo.

Unos llegaron por vía natural, cuando este país de licenciados universitarios empezó a encontrarse sin fontaneros, sin carpinteros, sin albañiles; con pocos que trabajasen bajo el plástico de un invernadero de Almería, ni con cuarenta grados en un melonar de Murcia, ni en una obra, ni en un barco pesquero, ni en nada que exigiese partirse el lomo currando. Importamos sin reparos toda esa mano de obra barata y ganamos dinero gracias a ella, del mismo modo que la emigración hispanoamericana vino a cubrir otras necesidades y a enriquecer, o al menos dar vida, a muchos grandes y pequeños empresarios. Lo que pasa es que a diferencia de ésta, con la que compartimos idioma y ciertos valores de los antes llamados occidentales, aquélla otra, la musulmana, era más difícil de integrar, pues el Islam es una potente forma de vida que trasciende lo religioso para ser, también, rígido prescriptor social. Ya entonces hubo quienes –permitan que me incluya entre ellos, pues pagué el precio por hacerlo–, por sentido común o por experiencia viajera, advirtieron de las consecuencias que a largo plazo podía tener aquello si no se encauzaba de manera razonable procurando –o exigiendo, en casos extremos– la integración social adecuada, el respeto a las normas y el señalar la puerta cuando éstas se vulnerasen.

Los que pagan el precio del disparate no suelen ser los malvados, sino la gente honrada a la que queman la tienda y apalean si la encuentran indefensa por la calle

Nada se hizo, por supuesto. Cualquier llamada a imponer reglas claras que no hiciesen retroceder nuestro mundo de derechos y libertades a la Edad Media se calificó de xenofobia y racismo por parte del equipo de imbéciles habituales. Medios informativos de variado signo, a tono con el ambiente, pasaron mucho tiempo edulcorando problemas, escamoteando detalles, filtrando cualquier signo de futuro inquietante por el tamiz de lo políticamente correcto. Y eso se acentuó en la etapa siguiente, cuando los hijos de aquella primera generación de inmigrantes musulmanes instalados en España empezaron a comprobar que lo tenían aún más difícil que sus padres: ni trabajo, ni recursos, ni reconocimiento social, aún más bloqueadas sus vías de integración por la incompatibilidad casi absoluta –insisto, casi absoluta– de sus valores familiares, referencias culturales y religiosas, con la sociedad moderna, avanzada y libre en la que vivían.

A ese rencor social, perfectamente explicable, vino a sumarse la ciega política de las autoridades educativas españolas, incapaces de integrar a esos jóvenes en un mundo de valores europeos que, después de siglos de lucha y sacrificios, había conseguido erradicar las mismas o parecidas costumbres reaccionarias, machistas, religiosas, de las que esos jóvenes seguían y aún siguen impregnándose tanto en casa como en la mezquita o en su entorno social, sobre todo porque en ellos encuentran respaldo, consuelo, compañía, orgullo, dignidad y ese cálido afecto fraterno y familiar, tan habitual entre musulmanes, que es propio de su cultura. Y así, barrios enteros de población inmigrante se van cerrando en sí mismos, y aquellos lugares donde antes las mujeres gozaban de una mayor o más relativa libertad se ven ahora, como reacción y alarde de identidad propia, bajo la vigilancia de imanes y vecinos cada vez más radicalizados, llenos de hiyabs, niqabs y hasta burkas; mientras el Estado, en vez de adoptar medidas para proteger a esa población musulmana del fanatismo y la coacción, la deja indefensa ante sus propios extremos, condenándola a la sumisión sin alternativas; tolerando usos que denigran la condición femenina, envalentonan el machismo islámico, alientan la hostilidad y el desprecio hacia los no musulmanes y ofenden la razón.

Cualquier llamada a imponer reglas claras a la inmigración se calificó de xenofobia y racismo por parte del equipo de imbéciles habituales

Así ha sido y así es cada vez más. Durante mucho tiempo, en vez de advertir las dimensiones del problema observando lo que ocurría en otros países cercanos como Francia –donde la mayor parte de la comunidad musulmana antes se afirma argelina o marroquí que francesa– en España se mantuvo la política del avestruz, fajándose en estúpidos debates sobre el uso del velo en las escuelas –incluso por parte de profesoras, que son quienes educan–, dando barra libre, salvo en casos clamorosos, a los imanes radicales de las mezquitas y haciendo como que no se oían ni veían los aplausos y tremolar de banderas de jóvenes musulmanes que celebraban la barbarie del ISIS o los ataques de Hamás contra Israel. Todo, naturalmente, con el respaldo público de determinados movimientos sociales autodenominados progresistas –¡incluso feministas!– que nunca tuvieron ni la más remota idea de lo que de verdad es el Islam radical, ni de su rechazo hacia el modo de vida europeo; hacia la libertad duramente conseguida de que éste goza, pudiendo ser adúltera sin que te lapiden, blasfemar sin que te quemen o ser homosexual sin que te cuelguen de una grúa.

Pero no todo acaba ahí. Al problema de los jóvenes musulmanes de segunda generación nacidos o instalados desde niños en España se ha sumado en las últimas décadas la gran inmigración ilegal: los desembarcos masivos que vuelcan en pueblos y ciudades de España a centenares, miles de personas que ni siquiera tienen, con este nuevo mundo donde se mueven, los vínculos de quienes por razones laborales y familiares llevan aquí desde hace mucho. Para muchos recién llegados, gente dura que a veces sufrió mucho para llegar aquí, España, como el resto de Europa, es un territorio ajeno, hostil, débil a menudo, con el que nada tienen de afectivo. Un sitio donde medrar y depredar, con trabajo –si lo hay, que ésa es otra–, o con métodos fáciles e inmediatos: violencia, automarginación, delincuencia. Agrupados en pandillas de supervivencia y ataque –ya hay organizaciones radicales que defienden el rechazo a la tierra de acogida–, solidarios entre sí, como musulmanes que son, frente a estos españoles hoscos y racistas pero tan estúpidos por otra parte, en su opinión, como para permitirles campar con impunidad e incluso beneficiarse de ayudas, sistemas sanitarios y otras ventajas. Vente para acá, Mohamed, primo, que en España puedes ocupar una casa ajena, decirle puta a una zorra con minifalda, robar a punta de navaja y al día siguiente, si te pillan, estás en la calle. Y si eres menor, para qué te cuento. Además, te subvencionan. A qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras.

Hemos conseguido un siniestro doblete: inmigración descontrolada, guetos raciales, culturales, sociales y religiosos que rechazan la integración, y la cólera creciente de quienes sufren eso

De ese modo, en España hemos conseguido un siniestro doblete: una inmigración descontrolada, con la creación de guetos raciales, culturales, sociales y religiosos que rechazan la integración y cada vez son más activos y hostiles, y la cólera creciente de quienes sufren eso, incluso de españoles desfavorecidos que piensan –y a menudo comprueban– que un recién llegado ajeno a todo recibe más atención y más ayudas que él. Con el resultado de que dos extremos se frotan las manos: las izquierdas analfabetas encantadas con ponerse de parte de cualquier víctima real o inventada, con mucha kufiya al cuello y mucho «Hermana, tu velo es un acto de libertad», y las derechas en busca de argumentos que justifiquen el resonar de botas y el palo y tentetieso. Y mientras aquellos idiotas sostienen que la solución es legalizar de golpe a todo cristo, los que han llegado y los que están por llegar, estos otros idiotas afirman que la solución es expulsar a miles o millones de forma indiscriminada, sin especificar de qué manera, ni cómo, ni a dónde. Y ahórrenme, por favor, eso de «En vez de tanto criticar hay que dar soluciones». Mi trabajo no es dar soluciones, sino contar el mundo como lo veo. Y lo que veo, quizá porque tengo 73 años, una biblioteca y cierta biografía a mis espaldas, es que hay cosas que no tienen solución. La hubo en su momento: o goza usted de nuestro respeto y simpatía si juega según nuestras reglas y vive de modo compatible con nuestros usos –por algo vino aquí huyendo de los de su país de origen–, o se atiene a las consecuencias, que son la ley en todo su rigor y la sala de embarque de un aeropuerto.

Para muchos recién llegados, España, como el resto de Europa, es un territorio ajeno, hostil, débil a menudo, con el que nada tienen de afectivo

Eso que acabo de decir, firmeza, tolerancia mutua y respeto por el espacio común, aún era posible hace unos años; pero ahora es demasiado tarde. Así que, me temo, todo irá a más haciendo estallar nuevos conflictos, porque ese rencor social del que antes hablaba acaba volcándose no sobre los verdaderos responsables –los políticos ineptos e incapaces de prevenir y solucionar el problema– sino contra la comunidad musulmana de forma indiscriminada, mezclando a justos con pecadores, poniendo en el punto de mira al inmigrante, sea cual sea su generación, que trabaja honradamente, que tiene su pequeño o razonable negocio, que paga sus impuestos, se gana de la vida de una manera decente y contribuye a que su pueblo, su ciudad, España, la Europa en la que vive, sean lugares mejores, más prósperos y habitables. Y cuando los demagogos y los canallas que cobran por agitar pasiones ajenas utilizan la inmigración y los problemas que de ésta se derivan como arma política, los que pagan el precio del disparate no suelen ser los malvados, sino la gente honrada a la que queman la tienda, destrozan el coche, apalean si la encuentran indefensa por la calle. Y al final, sin remedio, también esa gente, o los hijos de esa gente, acabarán formando sus propios grupos de defensa para ajustar cuentas. Y arderán barriadas y ciudades como ya ha ocurrido en otros lugares de Europa, en estallidos cada vez más intensos de los que, discúlpenme el término, no hemos aprendido una puñetera mierda.

Pero, como digo, los hemos traído nosotros: a todos ellos, a unos y a otros, con nuestro egoísmo nuestra imprevisión, nuestra cobardía, nuestra ignorancia y nuestra incompetencia. Nosotros y la gentuza a la que votamos, seguimos votando y votaremos en el futuro. Así que ahí lo tienen ustedes: lo que tenemos y lo que vamos a tener.

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