D. Arturo Pérez-Reverte escribe sobre moros y cristianos
16 Jul 2016 / Arturo
Pérez-Reverte / Patente de corso
Después de cada atentado de terroristas islámicos en Europa, cuatro artículos ya clásicos de Arturo Pérez-Reverte sobre el asunto, publicados durante un plazo de diez años (el primero apareció en febrero de 2006, como lúcido pronóstico de lo que estaba por venir) suelen ser difundidos profusamente en las redes sociales, algunas veces con alteraciones ajenas al autor.
Zenda ha reunido [jul-2016] para sus
lectores los textos originales, por orden cronológico.
***
Artículo
publicado en XL Semanal
POR QUÉ VAN A
GANAR LOS MALOS
2 de febrero de 2006
Aclarado ese punto, creo que la alianza de civilizaciones es un camelo idiota, y que además es imposible. El Islam y Occidente no se aliarán jamás. Podrán coexistir con cuidado y tolerancia, intercambiando gentes e ideas en una ósmosis tan inevitable como necesaria. Pero quienes hablan de integración y fusión intercultural no saben lo que dicen.
Quien conoce el mundo islámico -algunos viajamos por él durante veintiún años- comprende que el Islam resulta incompatible con la palabra progreso como la entendemos en Occidente, que allí la separación entre Iglesia y Estado es impensable, y que mientras en Europa el cristianismo y sus clérigos, a regañadientes, claudicaron ante las ideas ilustradas y la libertad del ciudadano, el Islam, férreamente controlado por los suyos, no renuncia a regir todos y cada uno de los aspectos de la vida personal de los creyentes.
Y si lo dejan, también de los no creyentes. Nada de derechos humanos como los entendemos aquí, nada de libertad individual. Ninguna ley por encima de la Charia. Eso hace la presión social enorme. El qué dirán es fundamental. La opinión de los vecinos, del barrio, del entorno.
Y lo más
terrible: no sólo hay que ser buen musulmán, hay que demostrarlo.
En cuanto a Occidente, ya no se trata sólo de un conflicto añejo, dormido durante cinco siglos, entre dos concepciones opuestas del mundo.
Millones de musulmanes vinieron a Europa en busca de una vida mejor. Están aquí, se van a quedar para siempre y vendrán más. Pero, pese a la buena voluntad de casi todos ellos, y pese también a la favorable disposición de muchos europeos que los acogen, hay cosas imposibles, integraciones dificilísimas, concepciones culturales, sociales, religiosas, que jamás podrán conciliarse con un régimen de plenas libertades.
Es falaz lo del respeto mutuo. Y peligroso. ¿Debo respetar a quien castiga a adúlteras u homosexuales?
Occidente es democrático, pero el Islam no lo es. Ni siquiera el comunismo logró penetrar en él: se mantiene tenaz e imbatible como una roca.
«Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia», ha dicho Omar Bin Bakri, uno de sus los principales ideólogos radicales. Occidente es débil e inmoral, y los vamos a reventar con sus propias contradicciones.
Frente a eso, la única táctica defensiva, siempre y cuando uno quiera defenderse, es la firmeza y las cosas claras. Usted viene aquí, trabaja y vive. Vale. Pero no llame puta a mi hija -ni a la suya- porque use minifalda, ni lapide a mi mujer -ni a la suya- porque se líe con el del butano. Aquí respeta usted las reglas o se va a tomar por saco.
Hace tiempo, los Reyes Católicos hicieron lo que su tiempo aconsejaba: el que no trague, fuera. Hoy eso es imposible, por suerte para la libertad que tal vez nos destruya, y por desgracia para esta contradictoria y cobarde Europa, sentenciada por el curso implacable de una Historia en la que, pese a los cuentos de hadas que vocea tanto cantamañanas -vayan a las bibliotecas y léanlo, imbéciles- sólo los fuertes vencen, y sobreviven.
Por eso los chicos de
la pancarta de Londres y sus primos de la otra orilla van a ganar, y lo saben.
Tienen fe, tienen hambre, tienen desesperación, tienen los cojones en su sitio.
Y nos han calado bien. Conocen el cáncer. Les basta observar la escalofriante
sonrisa de las ratas dispuestas a congraciarse con el verdugo.
Artículo
publicado en XL Semanal
ES LA GUERRA
SANTA, IDIOTAS
1 septiembre de 2014
Pinchos morunos
y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor
–treinta años de cómplice amistad– se recuesta en la silla y sonríe, amargo.
«No se dan cuenta, esos idiotas –dice–. Es una guerra, y estamos metidos en
ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta». Mi amigo sabe de qué
habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado anónimo, sin
uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola debajo de la
almohada. «Es una guerra –insiste metiendo el bigote en la espuma de la
cerveza–. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo».
Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia.
Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final –sorpresa para los idiotas profesionales– resultaron ser preludios de muy negros inviernos.
Inviernos que
son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia,
conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en
frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo
administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos,
fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo,
entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el
siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no
se detienen en general ante nada».
Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí.
Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles.
Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta».
Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán –no en
Damasco, sino en Londres– donde advierte: «Usaremos vuestra democracia
para destruir vuestra democracia».
A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza.
Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe.
Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros.
Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas.
Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién.
Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma.
Porque -creo que lo escribí hace
tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta
imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a
los bárbaros.
Artículo publicado en XL Semanal
SOBRE IDIOTAS,
VELOS E IMANES
29 de septiembre de 2014
Vaya por Dios.
Compruebo que hay algunos idiotas –a ellos iba dedicado aquel artículo– a los
que no gustó que dijera, hace cuatro semanas, que lo del Islam radical es la
tercera guerra mundial: una guerra que a los europeos no nos resulta ajena,
aunque parezca que pilla lejos, y que estamos perdiendo precisamente por
idiotas; por los complejos que impiden considerar el problema y oponerle cuanto
legítima y democráticamente sirve para oponerse en esta clase de cosas.
La principal idiotez es creer que hablaba de una guerra de cristianos contra musulmanes.
Porque se trata también de proteger al Islam normal, moderado, pacífico. De ayudar a quienes están lejos del fanatismo sincero de un yihadista majara o del fanatismo fingido de un oportunista.
Porque, como todas las religiones extremas
trajinadas por curas, sacerdotes, hechiceros, imanes o lo que se tercie, el
Islam se nutre del chantaje social. De un complicado sistema de vigilancia,
miedo, delaciones y acoso a cuantos se aparten de la ortodoxia. En ese sentido,
no hay diferencia entre el obispo español que hace setenta años proponía meter
en la cárcel a las mujeres y hombres que bailasen agarrados, y el imán radical
que, desde su mezquita, exige las penas sociales o físicas correspondientes
para quien transgreda la ley musulmana. Para quien no viva como un creyente.
Por eso es importante no transigir en ciertos detalles, que tienen apariencia banal pero que son importantes.
La forma en que el Islam radical impone su ley es la coacción: qué dirán de uno en la calle, el barrio, la mezquita donde el cura señala y ordena mano dura para la mujer, recato en las hijas, desprecio hacia el homosexual, etcétera.
Detalles menores unos, más graves otros, que constituyen el conjunto de comportamientos por los que un ciudadano será aprobado por la comunidad que ese cura controla. En busca de beneplácito social, la mayor parte de los ciudadanos transigen, se pliegan, aceptan someterse a actitudes y ritos en los que no creen, pero que permiten sobrevivir en un entorno que de otro modo sería hostil.
Y así, en torno a las mezquitas
proliferan las barbas, los velos, las hipócritas pasas -ese morado en la
frente, de golpear fuerte el suelo al rezar-, como en la España de la
Inquisición proliferaban las costumbres pías, el rezo del rosario en público,
la delación del hereje y las comuniones semanales o diarias.
El más siniestro símbolo de ese Islam opresor es el velo de la mujer, el hiyab, por no hablar ya del niqab que cubre el rostro, o el burka que cubre el cuerpo. Por lo que significa de desprecio y coacción social: si una mujer no acepta los códigos, ella y toda su familia quedan marcados por el oprobio. No son buenos musulmanes.
Y ese contagio perverso y oportunista –fanatismos sinceros aparte, que siempre los hay– extiende como una mancha de aceite el uso del velo y de lo que haga falta, con el resultado de que, en Europa, barrios enteros de población musulmana donde eran normales la cara maquillada y los vaqueros se ven ahora llenos de hiyabs, niqabs y hasta burkas; mientras el Estado, en vez de arbitrar medidas inteligentes para proteger a esa población musulmana del fanatismo y la coacción, lo que hace es ser cómplice, condenándola a la sumisión sin alternativa.
Tolerando usos que denigran la condición femenina y
ofenden la razón, como el disparate de que una mujer pueda entrar con el rostro
oculto en hospitales, escuelas y edificios oficiales –en Francia, Holanda e
Italia ya está prohibido–, que un hospital acceda a que sea una mujer doctor y
no un hombre quien atienda a una musulmana, o que un imán radical aconseje
maltratos a las mujeres o predique la yihad sin que en el acto sea puesto en un
avión y devuelto a su país de origen. Por lo menos.
Y así van las cosas. Demasiada transigencia social, demasiados paños calientes, demasiados complejos, demasiado miedo a que te llamen xenófobo.
Con lo fácil que sería decir desde el principio: sea bien venido porque lo necesitamos a usted y a su familia, con su trabajo y su fuerza demográfica. Todos somos futuro juntos. Pero escuche: aquí pasamos siglos luchando por la dignidad del ser humano, pagándolo muy caro. Y eso significa que usted juega según nuestras reglas, vive de modo compatible con nuestros usos, o se atiene a las consecuencias. Y las consecuencias son la ley en todo su rigor o la sala de embarque del aeropuerto.
En ese sentido, no estaría de más recordar lo que aquel gobernador británico en
la India dijo a quienes querían seguir quemando viudas en la pira del marido
difunto: «Háganlo, puesto que son sus costumbres. Yo levantaré un patíbulo
junto a cada pira, y en él ahorcaré a quienes quemen a esas mujeres. Así
ustedes conservarán sus costumbres y nosotros las nuestras».
Artículo
publicado en XL Semanal
LOS GODOS DEL
EMPERADOR VALENTE
13 de septiembre de 2015
En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones –entre otras, que Roma ya no era lo que había sido– se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces.
En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos.
Así que dos años después de cruzar el Danubio, en
Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su
ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo
Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.
Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender.
Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte.
El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso –Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire– tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero.
Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.
Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais –religión mezclada con liderazgos tribales– hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera.
Cayeron los centuriones –bárbaros también, como al fin de todos los imperios– que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros –en el sentido histórico de la palabra– que cabalgan detrás.
Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron.
Y los pocos
centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los
condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura
histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley
natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán
poniéndose de parte de los bárbaros.
A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide.
Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo.
Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares.
Toda actuación vigorosa –y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia– queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso.
La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias.
Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas.
Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción.
El
ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de
injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por
tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por
fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.
Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse.
Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida.
Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre.
Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen.
No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en
desmoronarse.
Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio.
Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten.
Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables.
Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho.
Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos.
Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder.
El recurso final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder.
Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas.
De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia.
También parte de la población romana –no todos eran bárbaros– ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual.
Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado.
Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros.
Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo.
Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables.
Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la
ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos
comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta
imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean
Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar.
La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes –llegado el caso– de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney.
Ya es hora
de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos
mirándolos a los ojos.
***
OPINIÓN
El triste precio de la estupidez
La derecha radical y arrogante cuajó por
un motivo aterradoramente sencillo: la izquierda de nuevo cuño dejó de ocuparse
de los trabajadores para abrazar e imponer la ideología ‘woke’ nacida en EEUU.
Por don Arturo Pérez-Reverte. Publicado en el diario EL MUNDO, el domingo 9-feb-2025
Arístides, según nos
cuenta Plutarco en sus Vidas paralelas, era un
político ateniense. Sometido a una consulta popular para establecer si se le
condenaba al destierro -ostracismo se llamaba a eso, pues se
escribía el voto en conchas marinas, un ciego, que ignoraba quién era, le pidió
que anotara por él su propio nombre. "¿Que te ha hecho de malo?",
preguntó Arístides mientras lo hacía. "Nada -respondió el ciego-. Pero
estoy harto de oír decir que es una persona honrada".
Hartazgo
es la palabra: un término a menudo subestimado en política y otros
ámbitos, pero cuyos efectos pueden ser lo mismo liberadores que tóxicos. De
muchos hartazgos históricos surgieron derrocamientos y tiranías. Pocas cosas
son tan ingobernables, por una parte, y tan manipulables por otra -si se cuenta
con medios adecuados- como la reacción de las masas hartas de algo. O de
alguien.
Asusta,
y con razón, la ruidosa galopada reaccionaria que sacude Occidente. Después de
dos décadas predicando lo contrario, los apóstoles del mundo feliz paritario e
igualitario, la izquierda de nueva generación, canceladora, facilona y woke,
se lleva las manos a la cabeza preguntándose cómo es posible, después de tanta
doctrina y tanta píldora aparentemente tragada por todos, cuando la batalla
parecía resuelta, que al barco del progreso humano le entre agua por
todas partes y los demonios largamente denunciados se hagan con el
timón de la nave, trayendo consigo sus ajustes de cuentas, rencores y
represalias.
¿Qué
ha pasado, cómo es posible? se preguntan esos imbéciles. ¿Qué es lo que ha
traído a la ultraderecha en Estados Unidos y Europa, resucitando fantasmas que
parecían bien muertos y bajo tierra? Miran hacia todos lados palpándose la ropa
con estupor. Quién diablos nos ha robado la cartera, inquieren.
Pero el único lugar que no miran es el espejo, hacia ellos mismos. A su
estupidez, irresponsabilidad e ignorancia, cuando no deliberada mala fe, que
convirtió a una ultraderecha antes inexistente en Europa, o más bien
minoritaria o residual, en pretexto, en factor útil para su hipócrita ejercicio
de oportunismo político.
¿Cuándo
cuajó esa derecha europea radical y arrogante? se lamentan. Y la respuesta es
aterradoramente sencilla: cuando la izquierda de nuevo cuño dejó de ocuparse de
los trabajadores para abrazar e imponer, llevándola a extremos irracionales y
ridículos -tan antiamericanos como son para unas cosas, y tan babeantes para
otras-, la peligrosa doctrina nacida en Harvard y la universidad de Carolina en
la que se fue apoyando poco a poco, extendida como mancha de aceite, tanta
basura ideológica: penalizar la libertad individual en favor de la sumisión
grupal, retorcer hasta la más grotesca exageración conceptos útiles, nobles y
necesarios como izquierda, igualdad, paridad, feminismo, antifascismo. Y todo
eso, imponiendo mediante las redes sociales un matonismo abrumador, un
régimen dictatorial ante el que primero claudicaron los más débiles y luego
nadie se atrevió a discutir. Lo define perfectamente mi amigo Juan
Soto Ivars -uno de los pocos que en los últimos tiempos se han
mantenido valerosamente libres-: "Nadie hizo nada porque contradecir la
monserga provocaba señalamiento, etiquetado, vergüenza. Prefirieron ser
discretos y que no les salpicara. Así se inundó todo. Es alucinante que
auténticos liliputienses lograsen, con sus consignas rellenas de bilis, que
multinacionales y gobiernos repitieran esa morralla. He visto a directores de
empresa acojonados por las opiniones de una becaria y a profesores de instituto
dando la razón al más gritón, arrogante y bobo".
"Lo
'woke' es un negocio de pandillas que fingen ser masas populares mediante la
infiltración y control del Estado, centros de trabajo y universidades"
Y
así ha sido, literalmente. Hasta las grandes y pequeñas empresas e industrias
internacionales, atentas siempre a cuanto signifique negocio, subieron a ese
tren para asumir las consignas del momento con verdadero entusiasmo -la
hipócrita fe del converso-, alardeando de ser más feministas, más paritarias,
más inclusivas, más políticamente correctas que nadie. De ese modo, también
lo woke ha sido pingüe negocio durante todo este tiempo. Bajo
la dictadura de pandillas digitales que en las redes sociales fingían ser masas
populares, mediante la infiltración y control de organismos del Estado, centros
de trabajo y universidades, los paladines de lo woke lincharon
a todo aquel que no se plegaba a la nueva dictadura: a quien no llamaba niños a
delincuentes de dieciséis años y un metro setenta de estatura, a quien, sin
dejarse influir por el miedo o la alienación ideológica, decía camionero en vez
de transportista, inmigrante en lugar de esa gilipollez de migrante, alumnos en
vez de alumnado, o hablase con naturalidad de padres sin precisar que hay
parejas de padre y padre, y de madre y madre, o de sexo fluido, o de lo que
carajo sea. A quien, en el humilde colegio de su pueblo, en vez de imponer la
lectura de una autora feminista o un mediocre autor local -al que no lee ni
siquiera el profe- proponía a Homero, Jorge Manrique, Cervantes o Pérez
Galdós. A cualquiera que cuestionara, en fin, el lenguaje impuesto y las
narrativas oficiales. Consiguiendo, de ese modo, la sumisión cómplice
de los cobardes y el silencio cauto de los reacios a buscarse problemas,
amordazando a la prensa escrita y digital, convirtiendo los centros escolares
en escenario -teatral es el adjetivo adecuado- para chicas arrogantes, crecidas
en su poderío, y para chicos atemorizados y confusos hasta el disparate,
desconcertados primero y rencorosos después.
El
caso, patente hoy, es que esos idiotas o canallas repartieron
certificados de democracia, de solidaridad, de igualdad; decretaron un
multiculturalismo postizo e imposible, acomplejado ante el radicalismo islámico
-profesoras con velo dan clase a niñas europeas y la tumba de Carlos
Martel en Poitiers necesita protección antiterrorista-. Dictaron una
manera determinada de ser y de pensar, atormentando a sus víctimas con
escraches infames. Impusieron a toda costa su lenguaje, a menudo impostado y
absurdo, desafiando no sólo las normas sabias de las academias, sino el más
puro sentido común. Se granjearon, en fin, después de calzarnos tanto miedo y
tanta basura, la antipatía de la gente normal e incluso el rechazo inteligente
de algunos de los colectivos a los que aseguraban defender.
En
España, naturalmente, nuestra nueva izquierda -la que en su inculta fatuidad
reniega de Julio Anguita y de Felipe González- se
puso a la cabeza. Se erigió en administradora única del negocio, y utilizó la
palabra negocio con absoluta deliberación. La cosa empezó con
lo normal, lo razonable, lo necesario, la paulatina toma de conciencia de que
hay vicios sociales intolerables. ¿Quién, salvo una bestia reaccionaria, no iba
a asumir y apoyar eso? Pero el asunto exigía, por razones tácticas, tener un
monstruo enfrente; y si éste no existía o no era lo bastante poderoso,
fabricarlo. Engordarlo bien. De ahí la magnificación de una derecha
extrema que antes apenas pesaba en la vida pública, y que ahora abunda en
los telediarios y que incluso se ha creído de verdad a sí misma, alentada por
individuos de la catadura del tal Buxadé o el siniestro Herman
Tertsch. Pero al principio no era así, y de ahí proviene el apunte tóxico,
el señalamiento, el adjetivo fascista aplicado a cualquier desacuerdo,
cualquier disidencia, cualquier reacción opuesta, por argumentada y razonable
que fuera o sea. De ahí, en fin, la equiparación de unos con otros, la
cancelación, la prepotencia y la venganza, las campañas desencadenadas incluso
contra las personalidades de izquierda o periodistas que, como mi también
amigo Antonio García Ferreras y otros comunicadores e
intelectuales brillantes, no quisieron marcar a ciegas el nuevo paso de la oca
que ordenaban desde el mostrador de la taberna Garibaldi. Sicarios de
esa izquierda dogmatizaban y acusaban, y siguen haciéndolo, en los medios
digitales y las tertulias radiofónicas y televisivas. Y tan agresiva
dictadura acabó envileciendo palabras nobles y perjudicando luchas justas.
Al
final, claro, se acabaron viendo las costuras: la hipocresía y el turbio sesgo
de quienes pontificaban, calumniaban y señalaban. El hermana yo te creo de Irene
Montero y sus violadores liberados por la nueva ley, el chúpame la
minga de Pablo Echnique, la venenosa bajunería y mala índole
de Pablo Iglesias, gallito del harén, que las azotaría hasta
hacerlas sangrar -prepárense, pues se dispone a volver mediante señora
interpuesta-, el ridículo lenguaje cursi-infantil de Yolanda Díaz,
el farisaico pseudofeminismo del hoy cancelado y escondido Peio Riaño -patético
agitador cultural que sostenía que los cuadros de El Prado son machistas-, el
enhiesto miembro viril de Íñigo Errejón y tanta basura, tanto
camelo barato, tanta mierda empaquetada para su venta a granel por ciertos
medios informativos digitales que, con eso y alguna ayudita financiera extra,
se ganan la vida. Y de nuevo recurro a mi querido Soto Ivars para expresar lo
que yo no diría mejor que él: "No creían verdaderamente en nada de lo
que decían: eso lo supimos más tarde, cuando fueron despeñándose. El daño que
han hecho a los colectivos que supuestamente defendieron todavía no se puede
medir; hay que esperar a conocer la temperatura exacta de la reacción furiosa
que han despertado. Lo indiscutible es que quebraron el progreso. Las
sociedades occidentales eran cada vez más igualitarias, inclusivas y diversas,
pero ellos no podían vivir sin su batalla. Ahora, a saber qué pasará".
"La
izquierda 'woke' se granjeó la antipatía de la gente normal e incluso el
rechazo inteligente de colectivos a los que aseguran defender"
Y lo
que pasará, lo que inevitablemente tenía que pasar, está pasando. Que las
grandes empresas norteamericanas como Disney, MacDonald’s, Harley Davidson,
Ford, Meta, Cartepillar, Amazon, bancos poderosos y fondos de inversión -los
europeos irán detrás, como siempre- empiezan a adaptarse al nuevo clima
político; y en parte por miedo a las represalias de la derecha emergente y en
parte porque comprueban la temperatura, templan el vocabulario y
retiran dinero de campañas que antes apoyaban. Atentos al sentir pendular
de su clientela, se desmarcan cada vez más de esas dos décadas de presión y
sobreactuación insoportable. O sea que, en mayor número, los ciegos atenienses
piden a Arístides que escriba su propio nombre en la concha y se vaya a hacer
puñetas. Y lo hacen como era previsible -y temible- que lo hicieran: yéndose
peligrosamente al otro lado, propiciando el resurgir en España, en Europa, en
los Estados Unidos, de un ultranacionalismo conservador, crudo, arrogante,
agriamente populista, al que ahora se acogen los cabreados y los desesperados,
los fatigados de tanta demagogia y tanto cuento chino; no sólo para darle su
voto, que, al fin y al cabo, de eso trata la democracia, sino para confiarle la
revancha, la venganza contra todo aquello que semejantes cantamañanas les
hicieron engullir durante veinte años. Por los daños irreparables causados, por
la incertidumbre y el disparate.
Nada
tranquilizador, desde luego: se avecinan horas negras, y Trump de nuevo
en la Casa Blanca es el más perverso ejemplo. Pero lo peor del asunto es
que los mismos que, allí y aquí, hicieron posible la tormenta se proclamarán
ahora más necesarios que nunca, postulándose a sí mismos para combatirla.
Seguirán ahí esperando otra vez su hora, confiados en que el futuro péndulo de
la Historia los favorezca de nuevo entre los escombros del mundo razonable que
tanto han contribuido a demoler. Al fin y al cabo, las ratas son los únicos
animales capaces de sobrevivir a cualquier desastre.
***
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Los hemos traído nosotros
Mientras unos idiotas
dicen que la solución es legalizar de golpe a todo cristo, otros idiotas exigen
expulsar a miles o millones de forma indiscriminada
Arturo Pérez-Reverte
22/07/2025
https://www.abc.es/sociedad/arturo-perezreverte-traido-20250722041407-nt.html
Los hemos traído nosotros: ustedes, yo, la infame clase política española y
todos los que durante décadas, pese a las señales, los ejemplos y las
advertencias, han preferido encogerse de hombros y mirar hacia otro lado.
Ahora, pese a lo que sostienen los demagogos y los oportunistas de guardia, ya
no hay quien lo remedie. El problema vino a España para quedarse. A otros
países con más eficiencia, más organización y más cabeza que las nuestras, el
asunto se les está yendo o se les ha ido de las manos; así que ya podemos, ya
pueden ustedes, irse acostumbrando. El único y triste consuelo será ese: que
pagamos y vamos a pagar las propias facturas. Las de nuestra estupidez, nuestra
imprevisión y nuestro egoísmo.
Unos llegaron
por vía natural, cuando este país de licenciados universitarios empezó a
encontrarse sin fontaneros, sin carpinteros, sin albañiles; con pocos que
trabajasen bajo el plástico de un invernadero de Almería, ni con cuarenta
grados en un melonar de Murcia, ni en una obra, ni en un barco pesquero, ni en
nada que exigiese partirse el lomo currando. Importamos sin reparos toda esa
mano de obra barata y ganamos dinero gracias a ella, del mismo modo que la
emigración hispanoamericana vino a cubrir otras necesidades y a enriquecer, o
al menos dar vida, a muchos grandes y pequeños empresarios. Lo que pasa es que
a diferencia de ésta, con la que compartimos idioma y ciertos valores de los
antes llamados occidentales, aquélla otra, la musulmana, era más difícil de
integrar, pues el Islam es una potente forma de vida que trasciende lo
religioso para ser, también, rígido prescriptor social. Ya entonces hubo
quienes –permitan que me incluya entre ellos, pues pagué el precio por
hacerlo–, por sentido común o por experiencia viajera, advirtieron de las
consecuencias que a largo plazo podía tener aquello si no se encauzaba de
manera razonable procurando –o exigiendo, en casos extremos– la integración
social adecuada, el respeto a las normas y el señalar la puerta cuando éstas se
vulnerasen.
Los que pagan el precio
del disparate no suelen ser los malvados, sino la gente honrada a la que queman
la tienda y apalean si la encuentran indefensa por la calle
Nada se hizo,
por supuesto. Cualquier llamada a imponer reglas claras que no hiciesen
retroceder nuestro mundo de derechos y libertades a la Edad Media se calificó
de xenofobia y racismo por parte del equipo de imbéciles habituales. Medios
informativos de variado signo, a tono con el ambiente, pasaron mucho tiempo
edulcorando problemas, escamoteando detalles, filtrando cualquier signo de
futuro inquietante por el tamiz de lo políticamente correcto. Y eso se acentuó
en la etapa siguiente, cuando los hijos de aquella primera generación de
inmigrantes musulmanes instalados en España empezaron a comprobar que lo tenían
aún más difícil que sus padres: ni trabajo, ni recursos, ni reconocimiento
social, aún más bloqueadas sus vías de integración por la incompatibilidad casi
absoluta –insisto, casi absoluta– de sus valores familiares, referencias
culturales y religiosas, con la sociedad moderna, avanzada y libre en la que
vivían.
A ese rencor
social, perfectamente explicable, vino a sumarse la ciega política de las
autoridades educativas españolas, incapaces de integrar a esos jóvenes en un
mundo de valores europeos que, después de siglos de lucha y sacrificios, había
conseguido erradicar las mismas o parecidas costumbres reaccionarias,
machistas, religiosas, de las que esos jóvenes seguían y aún siguen
impregnándose tanto en casa como en la mezquita o en su entorno social, sobre
todo porque en ellos encuentran respaldo, consuelo, compañía, orgullo, dignidad
y ese cálido afecto fraterno y familiar, tan habitual entre musulmanes, que es
propio de su cultura. Y así, barrios enteros de población inmigrante se van
cerrando en sí mismos, y aquellos lugares donde antes las mujeres gozaban de
una mayor o más relativa libertad se ven ahora, como reacción y alarde de
identidad propia, bajo la vigilancia de imanes y vecinos cada vez más
radicalizados, llenos de hiyabs, niqabs y hasta burkas; mientras el Estado, en
vez de adoptar medidas para proteger a esa población musulmana del fanatismo y
la coacción, la deja indefensa ante sus propios extremos, condenándola a la
sumisión sin alternativas; tolerando usos que denigran la condición femenina,
envalentonan el machismo islámico, alientan la hostilidad y el desprecio hacia
los no musulmanes y ofenden la razón.
Cualquier llamada a imponer reglas claras a la
inmigración se calificó de xenofobia y racismo por parte del equipo de
imbéciles habituales
Así ha sido y
así es cada vez más. Durante mucho tiempo, en vez de advertir las dimensiones
del problema observando lo que ocurría en otros países cercanos como Francia
–donde la mayor parte de la comunidad musulmana antes se afirma argelina o
marroquí que francesa– en España se mantuvo la política del avestruz, fajándose
en estúpidos debates sobre el uso del velo en las escuelas –incluso por parte
de profesoras, que son quienes educan–, dando barra libre, salvo en casos
clamorosos, a los imanes radicales de las mezquitas y haciendo como que no se
oían ni veían los aplausos y tremolar de banderas de jóvenes musulmanes que
celebraban la barbarie del ISIS o los ataques de Hamás contra Israel. Todo,
naturalmente, con el respaldo público de determinados movimientos sociales
autodenominados progresistas –¡incluso feministas!– que nunca tuvieron ni la
más remota idea de lo que de verdad es el Islam radical, ni de su rechazo hacia
el modo de vida europeo; hacia la libertad duramente conseguida de que éste
goza, pudiendo ser adúltera sin que te lapiden, blasfemar sin que te quemen o
ser homosexual sin que te cuelguen de una grúa.
Pero no todo
acaba ahí. Al problema de los jóvenes musulmanes de segunda generación nacidos
o instalados desde niños en España se ha sumado en las últimas décadas la gran
inmigración ilegal: los desembarcos masivos que vuelcan en pueblos y ciudades
de España a centenares, miles de personas que ni siquiera tienen, con este
nuevo mundo donde se mueven, los vínculos de quienes por razones laborales y
familiares llevan aquí desde hace mucho. Para muchos recién llegados, gente
dura que a veces sufrió mucho para llegar aquí, España, como el resto de
Europa, es un territorio ajeno, hostil, débil a menudo, con el que nada tienen
de afectivo. Un sitio donde medrar y depredar, con trabajo –si lo hay, que ésa
es otra–, o con métodos fáciles e inmediatos: violencia, automarginación,
delincuencia. Agrupados en pandillas de supervivencia y ataque –ya hay
organizaciones radicales que defienden el rechazo a la tierra de acogida–,
solidarios entre sí, como musulmanes que son, frente a estos españoles hoscos y
racistas pero tan estúpidos por otra parte, en su opinión, como para
permitirles campar con impunidad e incluso beneficiarse de ayudas, sistemas
sanitarios y otras ventajas. Vente para acá, Mohamed, primo, que en España
puedes ocupar una casa ajena, decirle puta a una zorra con minifalda, robar a
punta de navaja y al día siguiente, si te pillan, estás en la calle. Y si eres
menor, para qué te cuento. Además, te subvencionan. A qué pasar hambre, si es
de noche y hay higueras.
Hemos conseguido un
siniestro doblete: inmigración descontrolada, guetos raciales, culturales,
sociales y religiosos que rechazan la integración, y la cólera creciente de
quienes sufren eso
De ese modo, en
España hemos conseguido un siniestro doblete: una inmigración descontrolada,
con la creación de guetos raciales, culturales, sociales y religiosos que
rechazan la integración y cada vez son más activos y hostiles, y la cólera
creciente de quienes sufren eso, incluso de españoles desfavorecidos que
piensan –y a menudo comprueban– que un recién llegado ajeno a todo recibe más
atención y más ayudas que él. Con el resultado de que dos extremos se frotan
las manos: las izquierdas analfabetas encantadas con ponerse de parte de
cualquier víctima real o inventada, con mucha kufiya al cuello y mucho
«Hermana, tu velo es un acto de libertad», y las derechas en busca de
argumentos que justifiquen el resonar de botas y el palo y tentetieso. Y
mientras aquellos idiotas sostienen que la solución es legalizar de golpe a
todo cristo, los que han llegado y los que están por llegar, estos otros
idiotas afirman que la solución es expulsar a miles o millones de forma
indiscriminada, sin especificar de qué manera, ni cómo, ni a dónde. Y
ahórrenme, por favor, eso de «En vez de tanto
criticar hay que dar soluciones». Mi trabajo no es dar soluciones, sino
contar el mundo como lo veo. Y lo que veo, quizá porque tengo 73 años, una
biblioteca y cierta biografía a mis espaldas, es que hay cosas que no tienen
solución. La hubo en su momento: o goza usted de nuestro respeto y simpatía si
juega según nuestras reglas y vive de modo compatible con nuestros usos –por
algo vino aquí huyendo de los de su país de origen–, o se atiene a las
consecuencias, que son la ley en todo su rigor y la sala de embarque de un
aeropuerto.
Para muchos recién
llegados, España, como el resto de Europa, es un territorio ajeno, hostil,
débil a menudo, con el que nada tienen de afectivo
Eso que acabo
de decir, firmeza, tolerancia mutua y respeto por el espacio común, aún era
posible hace unos años; pero ahora es demasiado tarde. Así que, me temo, todo
irá a más haciendo estallar nuevos conflictos, porque ese rencor social del que
antes hablaba acaba volcándose no sobre los verdaderos responsables –los
políticos ineptos e incapaces de prevenir y solucionar el problema– sino contra
la comunidad musulmana de forma indiscriminada, mezclando a justos con
pecadores, poniendo en el punto de mira al inmigrante, sea cual sea su
generación, que trabaja honradamente, que tiene su pequeño o razonable negocio,
que paga sus impuestos, se gana de la vida de una manera decente y contribuye a
que su pueblo, su ciudad, España, la Europa en la que vive, sean lugares
mejores, más prósperos y habitables. Y cuando los demagogos y los canallas que
cobran por agitar pasiones ajenas utilizan la inmigración y los problemas que
de ésta se derivan como arma política, los que pagan el precio del disparate no
suelen ser los malvados, sino la gente honrada a la que queman la tienda,
destrozan el coche, apalean si la encuentran indefensa por la calle. Y al
final, sin remedio, también esa gente, o los hijos de esa gente, acabarán
formando sus propios grupos de defensa para ajustar cuentas. Y arderán
barriadas y ciudades como ya ha ocurrido en otros lugares de Europa, en
estallidos cada vez más intensos de los que, discúlpenme el término, no hemos
aprendido una puñetera mierda.
Pero, como
digo, los hemos traído nosotros: a todos ellos, a unos y a otros, con nuestro
egoísmo nuestra imprevisión, nuestra cobardía, nuestra ignorancia y nuestra
incompetencia. Nosotros y la gentuza a la que votamos, seguimos votando y
votaremos en el futuro. Así que ahí lo tienen ustedes: lo que tenemos y lo que
vamos a tener.