Apostillas al artículo "La rendición de Breda", de don Arturo Pérez-Reverte; publicado en su columna ‘Patente de Corso’ de la revista XL SEMANAL, el domingo 30 de Agosto de 1992.
"Aún no se había inventado la fotografía; pero aquel tipo, Velázquez, recogió el momento.
Estábamos allí, engalanados como para el Corpus, y a lo lejos Breda estaba en llamas.
La verdad es que nos habíamos ganado a pulso el asunto, después de ocho meses dale que te pego, tragando miseria en los parapetos; cavando trincheras, zapa va y zapa viene, con los holandeses haciendo salidas y acuchillándonos en cuanto cerrábamos un ojo.
Pero allá ondeaba, en el campanario, el lienzo blanco, grande como una sábana. Al final les habíamos roto el espinazo.
Nos alinearon en el centro, capitanes delante, guardia de piqueros y mosquetes a la derecha, más o menos en orden, aupándonos sobre la punta de los pies para verle la jeta a los holandeses.
El capitán Urbieta nos puso en las filas delanteras a los que teníamos la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en que impresionásemos al enemigo con nuestra marcial apariencia.
La revista de la mañana había sido un calvario: diez azotes por cada falta de aseo y descuido en la vestimenta.
Como dijo Antonio Muñoz, mi paisano, para qué puñetas queremos impresionarlos más, capitán, después de que los hemos fastidiado así de bien, que hasta se rinden, los herejes.
Si eso no es impresionar a esos hideputas, que baje Cristo y lo vea.
Y Urbieta, la mano en el pomo de la espada, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, recetando cinco latigazos y medio rancho para el pobre Antonio, por bocazas y por meter al hijo de Dios en estos lances.
El caso es que allí estábamos, en aquel cerro que se llamaba Vangaast o Vandaart o algo por el estilo, con una treintena de picas y otros tantos mosquetes como guardia de honor, con las banderas de los tercios y toda la parafernalia.
El resto de las compañías en línea ladera abajo, la cruz de San Andrés desplegada sobre los morriones de nuestros piqueros, lanzas y más lanzas, y mosquetes, que era un gusto mirarlos hasta el llano donde estaba la artillería apuntando al valle y la ciudad.
Y al fondo, difuminada y azul entre el humo de los incendios, con manchas de sol que iban y venían entre las motas grises de las fortificaciones y los edificios, Breda a nuestros pies.
Sitúense ante el cuadro y miren a los holandeses, a la izquierda del lienzo.
A la derecha estamos nosotros; mi lanza es la tercera por la izquierda. En torno sonaban redobles, cascos de cabalgaduras, capitanes dando órdenes como latigazos.
Y allí, descabalgando, nuestro general, con media armadura negra rematada en oro, cuello de encaje y banda carmesí, el apunte de una sonrisa en los labios, Ambrosio Spínola, el viejo zorro.
Con aire de circunstancias, pero disfrutando por dentro el espectáculo. Al fin y al cabo, aquélla era su fiesta.
Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente se para ante el cuadro, en el museo, son Spínola y el holandés, el jovencito imberbe y la plana mayor de nuestro general, quienes acaparan todas las miradas.
Nosotros sólo somos el decorado, el telón de fondo de una escena en la que hasta el caballo de don Ambrosio, sus cuartos traseros, parece tener más importancia.
Y sin embargo, allí en Breda como antes en Sagunto, Las Navas, Otumba o Pavía, o después en los Arapiles, Baler, Annual o Belchite, quienes en realidad hacíamos el trabajo duro éramos nosotros.
Los nombres dan igual, porque durante siglos fuimos siempre los mismos: Antonio de Úbeda, Luis de Oñate, Álvaro de Valencia, Miguel de Jaca, Juan de Cartagena...
Con la España que teníamos a la espalda, no había otra solución que huir hacia adelante.
Por eso éramos, qué remedio, la mejor infantería del mundo.
Secos y duros como la ingrata tierra que nos parió, hechos al hambre, al sufrimiento y la miseria. Crecidos sabiendo lo que cuesta un mendrugo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de ocho siglos de acogotar moros o de acuchillarnos entre nosotros, crueles e inocentes a un tiempo, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia so pretexto de tantas palabras huecas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas banderas a cuánto la vara de paño de Tarrasa, de tantas fanfarrias compuestas por filarmónicos héroes de retaguardia.
Fíjense en nosotros: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todos los cuadros y todos los monumentos y todas las fotos de todas las guerras.
Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería.
Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los Spínola que nunca se manchan el jubón, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al holandés no, don Justino, faltaría más, no se incline. Estamos entre caballeros.
El resto queda para nosotros: cruzar un río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo.
Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto.
Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis.
Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras.
O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.
Échenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos.
Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda esa ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia.
Y cuántas veces, en los últimos doscientos o trescientos años, no habremos visto ante nosotros, mirando con fijeza hacia el modesto rincón que ocupamos en el lienzo, un rostro de campesino, de esos arrugados y curtidos por el sol como cuero viejo.
Un rostro parado ante el cuadro con aire tímido y paleto, dándole vueltas a la boina o el sombrero entre las manos nudosas, encallecidas, de uñas rotas.
Los ojos de un hombre indiferente a la escena central del cuadro, buscando aquí atrás, en la modesta parte derecha de la composición, al fondo, bajo las lanzas, entre nosotros, una silueta confusa, familiar.
Tal vez la de aquel hijo al que una vez acompañó un trecho por el sendero que conducía al pueblo, llevándole el hato de ropa o la maleta de cartón, liándole el primer cigarro.
El hijo al que, ya parado en el último recodo, vio alejarse con su pelo al rape, las alpargatas y el traje de domingo, llamado a servir al rey. Hacia una guerra lejana e incomprensible de la que no habría de volver jamás.

Fíjense en el cuadro de una maldita vez. Nosotros le dimos nombre y apenas se nos ve.
Nos tapan, y no es casualidad, los generales, el caballo y la bandera..."
“(…) me haces pensar en esos viejos soldados que sólo se baten por costumbre, sin creer en la victoria, sin desearla siquiera, y a quienes su derrota deja indiferentes.”
Poner una llave en Flandes

Me entró el pánico que pueden suponer. A ver de dónde saco yo, pensé, la llave de Spínola a estas alturas. Con Ayuntamiento y autoridades de por medio, la cosa no podía resolverse con la llave del buzón de mi casa o cualquier otra comprada en el Rastro. Así que puse a los amigos al tajo, busca, Fido, busca, hasta que al fin Antonio Cardenal, que es productor de cine y tiene experiencia en conseguir cosas raras, me dijo: tranquilo, chaval, no te agobies, que he encontrado tu puta llave. En un anticuario, certificada del siglo XVII. Y por cierto que me ha costado una pasta, cabrón. Pero te la regalo. La llave, en efecto, era un tocho de hierro de palmo y medio, idéntica a la que pintó Velázquez; y además Antonio, que tiene sentido del atrezzo, le había puesto unos cordones y unas borlas que daba gloria verla. Así que la metí en el equipaje y cogí el avión. Menudo chalet debe de tener éste, pensarían los picoletos de Barajas al ver aquel pedazo de hierro por los rayos X.
La verdad es que en Breda los holandeses y el que esto firma nos reímos un huevo. Primero fuimos a dar una vuelta por Ginneken, Terheyden y los lugares donde se desarrollaron el asedio y las escenas del libro; y fue emocionante visitar las huellas de un antiguo baluarte que conserva su forma en el bosque, con los taludes y trincheras cavadas por los zapadores de los tercios; cerca del cual aún se encuentran restos de la batalla, como los ocho cuerpos de soldados españoles muertos en 1624 que aparecieron hace poco con sus armas y crucifijos al cuello no lejos de Breda, en Gilze. Imagínense, por otra parte, mis diálogos con los holandeses. Aquí os jodimos bien, decía yo, perros luteranos. Os dimos las del pulpo. Maldito papista, contestaba el otro, que os mandamos con vuestra Inquisición a freír espárragos. Pregúntale a aquella morena guapa que pasa por ahí quién fue su abuelo, contraatacaba yo. Seguro que se llamaba Manolo. Violadores y traganiños, eso erais, me respondían. A mucha honra, etcétera. Todo eso con mucha cerveza y mucha guasa.
Luego, por la tarde, fue el acto oficial. El Ayuntamiento estaba lleno de invitados y de periodistas, y las autoridades holandesas encaraban el asunto con una simpatía sorprendente. Ante una reproducción de La rendición de Breda que hay en el salón principal, saqué la llave y le dije al alcalde que le juraba por mis muertos que era la de verdad, y que disculpara si no me inclinaba al dársela como había hecho Justino de Nassau con Spínola; pero que si lo hacía, los huesos de los españoles enterrados en Flandes iban a removerse en sus tumbas. Así que me limitaba a darle un abrazo. Nos lo dimos, hubo fotos, copas y charla. A buenas horas, pensaba yo, íbamos en España, o como se llame ahora, a asumir esta murga con tan buen humor y tanta clase, haciendo de ella un agradable pretexto para refrescar la memoria, la cultura y la historia. Allí negaríamos hasta la españolidad de Velázquez, y todo cristo aprovecharía para hacer demagogia barata; con el resultado de que en el lienzo Nassau le estaría entregando la llave al representante de vaya usted a saber qué. Y nadie se haría responsable, porque eso de los tercios y las lanzas suena sospechoso, a centralismo bélico-franquista. Así que lo mejor es no saber dónde está Flandes, ni estudiar qué carajo pasó allí, y que maldito lo que nos importe. Para rematar, me presentaron al obispo de Breda. Y yo, que iba por la quinta copa, le dije que me holgaba, pardiez, de ver in situ a un representante de la verdadera religión; y que gracias a los viejos tercios de infantería española, él todavía iba con uniforme de cura católico y no vestido de pastor hereje. Leña al luterano, ilustrísima, añadí, hasta que duela la mano. Y que se mueran los calvinistas y los feos. Y el pobre obispo me miraba como diciéndose: no estará hablando en serio, este animal.
1 de octubre de 2000


















